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Emilio Bacardí Moreau

Vía Crucis I
Páginas de ayer
Edición y prólogo
de Joaquín Navarro Riera

Créditos

ISBN rústica: 978-84-9007-724-5.

ISBN ebook: 978-84-9007-422-0.

Sumario

Créditos 4

Brevísima presentación 9

La vida 9

Vía Crucis 9

Vía Crucis. Impresiones de un lector 11

Al lector 14

Primera parte 15

I 17

II 22

III 26

IV 31

V 36

VI 39

VII 42

VIII 46

IX 49

X 56

XI 64

XII 67

XIII 71

Segunda parte 75

I 77

II 80

III 84

IV 87

V 92

VI 98

VII 106

VIII 111

IX 116

X 122

XI 128

XII 132

XIII 138

XIV 142

XV 146

XVI 149

XVII 152

XVIII 156

XIX 160

XX 168

XXI 172

Libros a la carta 179

Brevísima presentación

La vida

Emilio Bacardi Moreau nació, en Santiago de Cuba, el 5 de junio de 1844. Fue el primer alcalde republicano de Santiago de Cuba, elegido en 1901 con el 61% de los votos. En 1906 resultó senador de la república dentro del conservador Partido Moderado, de Domingo Méndez Capote y Tomás Estrada Palma. Sus servicios a su ciudad natal (extendió la electrificación ciudadana y pavimentó gran parte del casco urbano) le valieron el reconocimiento oficial de «Hijo predilecto de Santiago de Cuba».

Como escritor destacó principalmente por algunas novelas de indudable interés, como Via Crucis y Doña Guiomar. Como historiador, su obra más conocida fue Crónicas de Santiago de Cuba. Al margen de su producción literaria, Bacardí fue muy conocido en su tiempo (y es recordado en la actualidad) por sus labores como industrial, entre las que resulta obligado destacar la fundación de la empresa licorera que lleva su nombre, gran difusora a lo largo de todo el siglo XX de las excelencias del ron cubano.

Vía Crucis

La novela Vía Crucis narra el esplendor y la caída de los hacendados cafetaleros a través de una familia de inmigrantes. La historia se desarrolla durante el período revolucionario de 1868-1878, y muestra los infortunios de la sociedad cubana desde el grito de Yara hasta el Pacto del Zanjón.

Emilio Bacardí respiró el trasfondo histórico que expone en su obra y por tanto es un testimonio directo de lo que se vivió en aquella etapa de lucha independentista en la ciudad de Santiago de Cuba.

El narrador logra con eficaz sutileza retratos de personajes en consonancia con las situaciones y conflictos contextuales. Sin dejarse llevar por el apasionamiento, analiza el alma de sus protagonistas y describe la situación moral y material de Cuba durante la Guerra de los Diez Años. Emilio Bacardi interpreta la realidad histórica con la fría exactitud y precisión de un historiador y responde a las exigencias de la novela histórica contemporánea.

La novela fue reimpresa por Amalia Bacardí, Estados Unidos, 1970.

Vía Crucis. Impresiones de un lector

La personalidad literaria de Emilio Bacardí Moreau es casi desconocida de la mayoría de sus compatriotas, que han admirado principalmente en él su carácter y su vida de revolucionario político. Esta fase de su personalidad, aureolada por los sacrificios de los destierros y las prisiones en Chafarinas y otros lugares del imperio español, y por su eficaz labor de propagandista y auxiliar dadivoso en beneficio de la guerra por la independencia nacional, dentro del país en armas y en el seno de algunas emigraciones cubanas, acampadas en tierras extranjeras; esta fase del cubano separatista y del enamorado ferviente de la libertad y del progreso moderno parece haber eclipsado, a las miradas de muchos de sus conocedores y amigos, los destellos de su gran espíritu de artista, cultivador de las letras y de la pintura.

Imposiciones incontrastables de la vida desviaron, quizá, las primeras naturales inclinaciones de su vocación y de sus aptitudes artísticas, y obligaron al observador y al soñador a ser hombre práctico y de acción cotidiana en la balumba de la soberana vulgaridad, en la que predominan las pasiones y los apetitos de la lucha biológica sobre la libertad de los espíritus desinteresadamente enamorados de la belleza, la verdad y el bien.

La mayor parte de sus contemporáneos solo han podido apreciar en Emilio Bacardí al vocero republicano y librepensador, escritor y tribuno repentista, de impetuosas corazonadas, frase vehemente y melena sacudida por ráfagas de tempestad, y también al ciudadano exaltado a la primera magistratura popular de su nativo Municipio, entre las aclamaciones de amor de la mayoría y el rencor de sus enemigos políticos. Pero en ninguna de esas manifestaciones del hombre público, sumergido en el oleaje de los intereses circunstanciales, pudo la multitud ni siquiera sospechar que en lo más íntimo de esa alma estaba inédito el autor de Vía Crucis. Y Vía Crucis es la revelación y el testimonio perdurable de un novelista de talento, de un artista inspirado y clarividente y de una gran conciencia devota de la verdad y la justicia.

Yo no he de empeñarme ahora en promover arduas disquisiciones críticas para probar el mérito absoluto de esta novela y de su autor, haciendo comparaciones que me llevarían a recordar a los grandes maestros de la novela en Cuba, desde Cirilo Villaverde hasta Jesús Castellanos; ni Emilio Bacardí Moreau, que no presume de literato profesional, habría de sentirse halagado por nada que pudiera afectar, en relación con su nombre, al amor propio de los demás. Pero cediendo a la necesidad natural y legítima de verter mis impresiones de lector atento y reflexivo, declaro que Vía Crucis es un libro que atrae y conmueve y que ha de tener para todos los cubanos y los amantes de Cuba, y aun para los simples conocedores de nuestra patria, un interés tan vivo y seductor como el de los Episodios nacionales, del insigne Pérez Galdós, para todos los que aman y admiran a España.

Con la rara impersonalidad preconizada por Gustavo Flaubert, el autor de Vía Crucis refleja toda la realidad de la vida. Sin ningún apasionamiento define y analiza el alma de sus protagonistas, y describe el ambiente de la situación moral y material de Cuba durante el periodo revolucionario de 1868. No hay en todo el libro nada que trascienda a sectarismo o parcialidad. El escritor ha acertado a interpretar la realidad histórica con la fría exactitud de un biólogo experimental y con la visión penetrante y el pincel firme de un artista del color. Vía Crucis responde a las exigencias de la novela histórica contemporánea, a la manera de La Debâcle, de Zola; tan diametralmente opuesta a las estupendas mixtificaciones y fábulas que injertó en muchas páginas arrancadas a la Historia la imaginación de ciertos noveladores románticos, como el fecundísimo Dumas, padre.

Alrededor de una familia cubana —la de Pablo Delamour— gira y se desenvuelve la acción de esta novela. Acaso esa misma familia simbolice, con el Vía Crucis de su existencia, los grandes infortunios de toda la sociedad cubana en aquella década que transcurrió desde la fulgurante rebeldía de Yara hasta la abdicación tristísima del Zanjón. La pluma de Bacardí, pródiga en colores y en detalles vividos, aunque a veces no logre armonizar la fuerza plástica de su imaginación evocadora con la cinceladura primorosa y paciente del estilo, se ha complacido en pintar la vida de la familia del noble Delamour en todos sus aspectos y todas sus situaciones. Ora es en el fértil cafetal, en los alegres días del bienestar y la esperanza; situación que sirve al novelista para hacernos sentir el tibio y dulce ambiente de un hogar puro y risueño, y para darnos la visión magnífica de la naturaleza cubana en párrafos que entrañan todo el vigor exuberante de nuestros montes, en su eterna fiesta de luz y de lozanía primaveral. Parece que Bacardí, con amores de panteísta, ha dialogado muchas veces con el alma de la naturaleza campesina. Ora en los trances angustiosos, en las horas tétricas que preceden a la ruina y a la locura del excelente Delamour, cuyo estado de conciencia, en una noche de insomnio, se refleja en palabras de admirable análisis psicológico. Ora es, por fin, en plena desgracia, cuando la miseria, la muerte y la desesperación azotan y derrumban el antes venturoso hogar, y el heredero del hidalgo de La Fortuné —el cafetal incendiado— se lanza al campo de la guerra separatista, sacrificándolo todo a la patria, para sucumbir, como tantos millares de cubanos, en la hecatombe heroica...

La vida colonial, en aquellos años tenebrosos, desfila a nuestros ojos en una sucesión interminable de hechos y de tipos, de escenas y de actores: la horrenda esclavitud de los negros, un festín de esclavistas imbéciles y ebrios, los incendios trágicos de la riqueza cubana; los conciliábulos de la inquisición integrista y los diarios fusilamientos en las ciudades; el joven negro Juan, verdadero hermano, por la gratitud y el patriotismo, del joven blanco Delamour; el patriarca africano papá Zephir, el miliciano cubanófobo don Pedro, mercader de víveres y de patriotería sanguinaria; el astuto laborante Velázquez, el noble militar español Charlo, el imponente coronel cubano Cintra, impulsado a la venganza implacable por uno de aquellos crímenes que concebían y perpetraban los que se empeñaban en ahogar en sangre el ideal de la redención de Cuba.

Obra de arte y de justicia es la novela de Emilio Bacardí. En ella hablan y accionan los hechos y las almas, con la lógica de la naturaleza y con la vibración de la vida. El autor, libre de pasiones, ha narrado la verdad histórica como aconsejaba Tácito: sin odio y sin amor. Y para describir esa verdad, en las cosas y en los personajes de la acción novelesca, le ha bastado la noción de la justicia y la sensibilidad de su temperamento de artista. Ha paseado a lo largo del camino el espejo de su imaginación —como diría Stendhal— y la realidad se ha reflejado en el espejo.

Joaquín Navarro Riera (Ducazcal)

6 julio 1901.

Al lector

Esto fue escrito en 1890.

El empeño de eslabonar acontecimientos remotos ya, esbozarlos a la ligera, zurcir cuadros de costumbres y hechos, variando nombres y lugares, ha sido el de querer conservar el recuerdo de algo que pueda ser útil en el mañana.

Los sucesos han sido tales como se refieren; me he ceñido a la verdad con completa imparcialidad, y si se objetare algo por algunas coincidencias y conjeturas, hay que responder: la vida humana no es más que un conjunto de incoherencias.

El autor

Santiago de Cuba, abril de 1910

Primera parte

I

El verano del año 1862 se dejaba sentir en Santiago de Cuba de igual manera que los años anteriores. Corría el mes de junio, y el calor sofocante era el mismo, sin embargo, de las aguas de mayo, que habían sido abundantísimas, y a pesar de la sugestión del enfriamiento de la tierra, teoría en boga más que nunca en aquellos días. No se respiraba ni aun en las horas de la mañana; el calor pegajoso desesperaba hasta después del mediodía, mitigado un tanto a esa hora por la llegada de las leves brisas del mar.

Reclinada Santiago a las faldas de la Sierra Maestra, luce la perenne verdura tropical desde los más altos picos hasta las mismas orillas del mar Caribe que, con arrullo de quejumbrosa tórtola, viene a morir a sus pies. La hoya que principia en el sucio tarayó —especie de charca cenagosa en campo de esmeralda— y termina en la gentil Socapa —dique que contiene y se corona de espumas cuando en él se rompen y deshacen las olas del Atlántico, al llegar embravecidas— forma la preciosa bahía, cuyas aguas, siempre apacibles, se coloran con el intenso azul del cielo que las cubre.

No hay que buscar en la ciudad que fundó Diego Velázquez nada que se relacione con el arte. Constituyen la antiquísima población un conjunto de calles torcidas y de casas embadurnadas de colores chillones, y le da brillantez y alegría ese mismo montón abigarrado de casas que, alumbradas por un Sol primaveral, son un cambiante constante de tonos vivos en una paleta natural. Las empinadas cuestas están empedradas con guijarros, u ostentan el suelo tal como la naturaleza lo formara. Al lado de edificios en buen estado se ven otros en ruina. El polvo abunda en donde el lodo no cubre el pavimento en zanjas más o menos profundas, y por encima de los tejados grises, contrastando con el color oscuro de las tejas, se destaca el verdor de los árboles que se levantan en las distintas lomas en que está escalonada la vieja ciudad. Las torres de las diez iglesias, a mayor altura que los demás edificios, rompen la monotonía de tanta casa igual, y sirven de marco, por el Este, el Hospital Militar y la iglesia de Santa Ana, destacados en el fondo por el Ermitaño y la Gran Piedra cerrando el horizonte; y por el Sur, concluyendo en la batería de Punta Blanca, lleva su cuesta, hasta el mar, el barrio del Tivolí, que, semejante a una fortaleza, domina el arrabal de los pescadores.

No nos ocupemos más en ella, y descendamos al solar que a mediados del siglo pasado ocupaba el convento y hospital de los padres belemitas, y en el cual lugar se alza el único mercado de la arzobispal ciudad.

Allí, un niño y una niña, acompañados por una criada, se detuvieron delante de una negra vendedora, y cruzándose de brazos el niño, dijo dirigiéndose a ella:

—Bendición, .

—Dio te bendiga, mijo.

Y acompañando la acción a la palabra, se vio un brazo flaco y negro bendecir, haciendo en el aire el signo de la cruz, a la cabecita rubia y de faz sonrosada.

La negra, de pie, junto a un tablero de hortalizas, irguiéndose cuanto se lo permitía una vejez prematura, debida más a las fatigas que a los años, contempló vanidosa la carita del alegre niño que la miraba sonriendo.

Relucían como brillantes azabaches, en aquella cara arrugada y de piel renegrida, unos ojos de mirada vivaz, y tan llenos de satisfacción, que al dirigirse al niño parecían envolverle en una aureola de amor y protección. Volvióse a las compañeras más cercanas, y díjoles con un tono henchido de orgullo:

Mijo Pablito —y colocando suavemente la mano derecha sobre el hombro de Pablito, le preguntó cariñosa—: ¿Cómo etá mijo?

La negra Susana era más bien alta que baja, y, a pesar de sus cincuenta y seis años ya cumplidos, hubiérase conservado fuerte y robusta, si el dolor por la muerte sucesiva de sus cuatro hijos no la hubiese doblegado y encanecido. Cuando pensó descansar, tuvo que continuar en la tenaz lucha por la vida, las noches las perdía velando a sus enfermos.

Mi señora la Caridad no atendió sus oraciones ni promesas, y, sola, concentró toda la pasión de su alma africana en mi su amito, su hijo Pablito, que había compartido con el último de sus hijos la leche de sus pechos.

En pago de este servicio, sus amos le dieron la libertad, y Pablito un cariño sincero y el nombre de , en vez del de Susana, apenas comenzó a balbucear.

Vestía de listado azul, y cubríale la cabeza, atado formando tiñón, un pañuelo de madrás morado en tanto que otro de la misma clase y color semicubría sus espaldas, dejando ver el cuello adornado de grueso collar de azabache; dos aretes de oro, medias lunas forradas de seda negra, pendían de sus orejas.

Desde que fue libre, dedicóse a la reventa de hortalizas, y cada madrugada, apenas el Avemaría de las iglesias de San Francisco o de Santo Tomás le avisaba la proximidad del día, se levantaba afanosa, arreglaba su tablero, y se encaminaba diligente al mercado de Concha.

A la luz de una vela de sebo que ardía dentro de un farolito de hoja de lata, arreglaba, sobre dos o tres sacos tendidos en el piso de la nave que mira a la calle de la Marina, boniatos, yucas y plátanos; alguna calabaza se agregaba de vez en vez a esas viandas, lo mismo que mazorcas de maíz tierno, manojos de afioses, y casi siempre, junto a unos macitos de cebollín, dos o tres paquetes de yerba-mora, de la cual legumbre parecía ser ella la acaparadora.

—¿Sabes, , que pronto me voy a ir a Francia?

—Que Dio y María Santísima te acompañen, mijo —le contestó la nodriza, y pareció brillar una lágrima en los ojos de Susana.

—Magdalena se queda; pero no es tan pronto; ya te avisaré; todavía pasará algún tiempo.

El niño Pablito entraba en sus catorce años, y Magdalena, su hermanita, corría sobre los doce. Acompañados por Juliana, la criada de mano encargada de asearlos y llevarlos a paseo cuando no salían con sus padres, llegaban aquella mañana al mercado, lugar de su predilección, teatro para ellos de diversión y alegría.

El mercado de Concha tiene su frente al nivel de la calle del Hospital, y concluye por el fondo en una balaustrada de hierro, desde la cual se dominan toda la parte baja de la población y la pintoresca bahía. Una torre de madera sostiene un reloj que, a veces, marcha, pero sin señalar jamás con fidelidad hora ninguna; y es al mismo tiempo portada de una escalera de ladrillos, gastada por el uso y que conduce a la plaza del Comercio, sentina de las tiendas y del público que acude al mercado.

Desde el Avemaría hasta las diez de la mañana, la plaza del mercado es un hervidero al que afluyen en tropel, además de los que van a sus quehaceres, un sin fin de habitantes de la ciudad. Aquello es centro de reunión del empleado en espera de la hora de la oficina; del estudiante desaplicado que pierde el tiempo tratando de retardar la entrada en clase; allí se encuentran y se citan el enamorado trasnochador y la dulcinea, y allí el viejo sátiro tras la negra de buenas carnes o la fanfarrona mulata que, retozona y alegre, se ríe, hostiga, rechaza, acepta y se venga, con condiciones ventajosas, del blanco que la busca con sus requiebros. Allí también los jovencitos desocupados, tenorios en ciernes, matando las horas con pellizcos y charla a las criaditas «que van subiendo» terreno fértil para futuras conquistas, invitándolas a bailes y halagándolas con regalitos.

Las ocho de la mañana era el momento crítico en el mercado. El ruido en ese momento alcanzaba siempre su apogeo. Con el grito de la verdulera llamando al marchante, cruzábase la chillona voz del chauchau pregonando el arroz. Al golpe del calabozo del carnicero sobre el tajo, al expender su mercancía, se escuchaba la comadrería de criadas desguazando a sus amos; y con el adiós, mi china, del pisaverde, se oyen perrerías de celosas que se insultan, e injurias e insolencias; el vocabulario placeril de sonsacadora de marío, lechuza, pelleja, alterna con el crujir de vestidos sacudidos con fuerza en son de desafío y con un ¡chiá! lanzado por labios apretados y despreciativos de gente baja e insolente. Contrastando con la algarabía, en medio de ese conjunto de abigarrada multitud, como nota saliente, destacándose de entre ella de momento en momento, burlándose de todo, va la pecadora favorita del día, contoneándose desvergonzadamente: una mujer de piel bronceada, de ojos negrísimos, de traje de colores vivos y de larga cola que barre el suelo.

Ciñe la cabeza un pañuelo de seda de brillantes colores, atado con estudiada coquetería, dejando asomar como diadema el semilacio cabello, y así parece más retadora.

Va a su paso repartiendo sonrisas y miradas que enloquecen; sus movimientos van marcando la voluptuosidad de sus formas, y con voz dulcísima y picaresca se dirige maliciosamente a viejos y a jóvenes entonando en son de desafío o de reclamo este cantar zalamero:

Mi mulata me tiene a mí

echando sangre por la narí.

El ruido ensordecedor de la muchedumbre tuvo repentinamente como un compás de espera, y luego hubo carreras, silbidos e improperios. Un negrito, casi de la edad de Pablito, sale corriendo desesperado; detrás de él, jadeante, va un hombre enteco, vestido de blanco, con sombrero de jipijapa y machete a la cintura; luego, tras de ellos, unos cuantos más, alborotando.

Divisar el negrito a Pablito, lanzarse hacia él, como en busca de amparo, postrarse a sus pies y agarrarse a sus piernas, fue cosa de un instante; y allí, arrastrándose suplicante y lloroso, exclamó temblando:

—¡Sálveme, mi amo Pablito; me van a matar!

II

La esclavitud era una cosa natural.

El desarrollo relativo de la industria, el movimiento comercial enviando a lejanas tierras café y azúcar, la alegría de las gentes, la paz octaviana que reinaba en el país, eran los brillantes andrajos con que la Isla de Cuba encubría la lepra social en que estaba asentada su prosperidad.

—¡Juan!

—¡Mi amo Pablito!

—¡Ah, pícaro, no te escaparás!

Y el corro de placeros y curiosos rodeó como una muralla humana a perseguido y perseguidor.

López, el comisionado por los amos, y autorizado por el gobierno, para aprehender a los esclavos cimarrones, era un hombre tostado por el Sol, de nervios de acero, bigote áspero y algo canoso, y que luciendo al cinto la empuñadura de plata del largo machete guanabacoa y el abultado revólver de siete tiros, era el terror de los esclavos.

—¡No lo estropee! —le rogó Pablito, al notar el brusco ademán de López para apoderarse del negrito.

—No tenga cuidado, niño. Este pícaro...

Y en tanto que con suma ligereza desalaba una cuerda e iba asegurando con ella al preso, con gran contentamiento de los que lo miraban, fue explicando a Pablito que el negro era cimarrón desde unos quince días, que era una captura muy recomendada y bien pagada, que era un sinvergüenza, muy refalsado y un mal negro; y que en vez de agradecer a su amo el haberle puesto a oficio, era atrevido, respondón, y ahora, por último, cimarrón. Que ahora los negros, de un tiempo a esta parte, iban galleando demasiado, y era preciso meterlos en cintura; que con cachorros como éste era con los que él quería tener que habérselas, para doblarles el cogote; y que ahora... mismo lo iba a llevar a casa del maestro zapatero Rodríguez, donde quedaría bajo llave, bien asegurado, hasta que lo mandara a buscar su amo para llevarlo al cafetal, en el que recibiría un buen merecido boca abajo, que no bajaría de cincuenta. Y alzando violentamente del suelo al negrito Juan, le pegó rudo empellón, y con un —¡arre pá alante, sinvergüenza!— acompañado de sucio terno, echó a andar calle de la Marina arriba, hacia la Plaza de Armas, llevando al preso por delante, entre las vociferaciones de una turbamulta consciente, que les seguía con una grita de blanquitos, negritos y zambitos, cantando el estribillo de «Cimarrón que huya, dale cabuya».

Pablito no sabía lo que le pasaba; Magdalena lloraba. Disipada la multitud, volvió el interrumpido bullicio, indiferente a un suceso tan común. Viendo Susana el abatimiento de sus amitos, trató de distraerlos, diciéndoles:

—No hagan caso, niños. Juan es malo y...

—No, —respondió Pablito rebelándose de pronto.

—Esa gente no es buena. Juan juega conmigo todas las noches y para esto tenía que huirse —y tras corta reflexión agregó—: Se lo voy a decir a papá ahora mismo; ven, Magdalena.

El alma cándida del adolescente rompía con los moldes, incomprensibles aún para él, del medio en que vivía. En un instante dado se desarrolla un carácter, y por esto, ante el amiguito y compañero preso, como si se revelara en él algo extraordinario y desconocido, añadió:

—¡Vamos, Juliana, vamos primero con Juan! —y emprendió la marcha calle arriba.

Subíanle como oleadas de sangre que, al ruborizarle, le enfurecían. Al palidecer, sentía la cólera convertirse en odio. Impotente por su edad, pensaba en su padre, poderoso para él, y en cuyas manos creía que existía poder ilimitado para todo. No alcanzaba a adivinar lo que había de sucederle a Juan, y aunque oyó desde la niñez las palabras grillos, azotes, ventas, hasta entonces habían sido voces vanas sin sentido, jamás traducidas ante su vista: el esclavito atropellado le descorría el velo de un horrible misterio. Apretaba los puños y llevaba a rastras a la Juliana y a Magdalena; podía asegurarse que en su precipitación no veía por dónde andaba, tan turbado iba; al doblar la esquina del Palacio, para tomar la calle de Santo Tomás, donde vivía el maestro Miguel, resbaló y cayó, y más adelante, frente a la iglesia del Carmen, estuvo a punto de ser estropeado por un caballo; era un soldado en sus primeros fuegos; sus alientos de hombre nacían a la primera injusticia.

Miguel Rodríguez, el zapatero, era un buen gallego que desde muy joven había venido a Cuba en busca de fortuna. Ya viejo, no pensaba abandonar la tierra que le daba con qué vivir. Ocupado constantemente en su oficio, no tuvo tiempo, o quizás faltóle ocasión, para crear una familia; todo su afán se reducía a dejar satisfechos a sus parroquianos y a sacar buenos oficiales. Nadie como él sabía cortar y preparar un par de zapatos bajos de lustrillo, los de última moda, y por este motivo era el maestro Miguel el preferido por la juventud elegante.

De carácter pacífico, jamás tuvo choque con nadie; pagaba puntualmente sus deudas, conducta que con él no observaba toda la clientela, de tal modo que, después de más de cuarenta años de ejercer el oficio, se encontraba en la misma situación que en el primer día en que comenzó: un taller pobre, comer de fonda por 12 pesos al mes, y pudiendo escasamente remitir a España, a su familia, unos 20 pesos por trimestre.

Su zapatería no lucía ni siquiera rótulo; la casa era vieja y tenía dos grandes ventanas de balaustres de madera y una puerta con el tipo de las de cochera. Cuatro sillas de cuero, un pedazo de escaparate con vidriera, un mostrador de cedro, una porción de hormas, un pedazo de alfombra usado, desgastado, y en las paredes, pendientes de clavos, unos cuantos moldes de papel y de cartón, era todo el ajuar de la famosa zapatería. Hacía mucho tiempo que no se habían blanqueado las paredes; del techo colgaban telarañas, y el piso estaba embaldosado con ladrillos grandes y rotos por el constante uso; no se veía ninguna máquina de coser: la rutina rechazaba esas cosas. El maestro Miguel, con un ¡ejém! fijo en cada frase, decía «que las máquinas solo servían para hacer malas obras y... malos operarios».

Cuando llegó Pablito, encontró la casa tranquila y al maestro en su trabajo; al preguntarle por el negrito Juan, le contestó Miguel, con su bondadosa sonrisa, que acababan de traérselo, y que lo tenía encerrado en un cuarto del patio, para que no volviera a escaparse, y adivinando lo que de él se quería, agregó:

—Es un negrito malo, malo, malo... —continuó repitiendo «malo», como hablando consigo mismo; y levantando la cabeza, fija la mirada en Pablito, agarrando con ambos pulgares e índices la pretina del pantalón, añadió con su hablar pausado—: ¡Ejém! yo no quiero responsabilidades, ¡ejém! ¡Usted comprenderá, señorito, que en esto debo lavarme las manos! Caramba, ¡es cuestión muy delicada, ejém! Su amo musié Bonneau no bromea, y... además, es marchante de primera. No, no —continuó, moviendo la cabeza—; aquí tengo justamente su carta: escuche, niño.

Calóse unos espejuelos de armadura de plata, y leyó:

—«...pague al comisionado generosamente y asegúrelo bien; el sábado irá mi arriero por él; le recomiendo que no se escape el bribón; lo hago a usted responsable...» Ejém, ¡ya usted ve, señorito; responsable, eh! Yo no puedo hacer nada en su servicio; yo no quiero meterme en nada, caramba. ¡Nada, me lavo las manos, me las lavo... ejém!

Estábase Pablito callado como atontado, sintiendo que se le anudaba la garganta. En su cerebro se estereotipaban, en imágenes agrupadas, todos los recuerdos de su compañerismo con Juan; las veces que le había cargado «a caballito»; él le había enseñado a manejar el cometón; con él partía sus dulces; niños los dos, no habían experimentado todavía los efectos de las preocupaciones sociales, no habían surgido las diferencias de color; eran dos amigos, el uno en la escuela, el otro en el oficio. ¡Cuántos y cuántos domingos, con permiso de Miguel Rodríguez, agregados al vecinito de al lado, habían ido a San Pedrito, a pegar pajarillos! Juan era el que ayudaba a cargar las jaulas, y corría a traer el pájaro que caía en la trampa. Ahora le amenazaban los tormentos que, inconsciente, tantas veces había escuchado relatar a los esclavos de su casa, cuando hablaban de los ajenos: los azotes hasta brotar sangre, la cadena al pie, la túnica de coleta, la cabeza rapada, el aguardiente con sal, el cepo; y veía a Juan desangrándose, tendiéndole los brazos y pidiendo perdón.

La voz de Juliana le arrancó de su ensimismamiento:

—Vamos, mi amo Pablito: ya ve su mersé lo que yo le decía: Juan es un sinvergüenza y...

—Tienes razón —balbuceó Pablito interrumpiéndola—. Adiós, maestro Miguel —y añadiendo para sí un —¡Nadie me entiende!— salió violentamente de la tienda.

Magdalena no había proferido una sola palabra: era muy niña aún; restregábase los ojos, y abriéndolos desmesuradamente, miraba a Pablito tratando de adivinar lo que no era dable comprender, y al verlo marchar, salió rápidamente en su seguimiento, en tanto que Juliana, tras de ellos, muy afanosa, llevándose las manos a la cabeza iba murmurando en alta voz:

—¡Qué muchachos, Dió mío!