9788490073834.jpg

Alcides Arguedas

Raza de bronce

Créditos

ISBN rústica: 978-84-9007-685-9.

ISBN ebook: 978-84-9007-383-4.

Sumario

Créditos 4

Brevísima presentación 9

La vida 9

La raza 9

Advertencia 11

Libro primero 13

El valle 13

I 13

II 22

III 35

IV 55

V 78

VI 89

Libro segundo 97

El yermo 97


I 97

II 114

III 120

IV 132

V 144

VI 155

VII 172

VIII 187

IX 193

X 204

XI 225

I 236

II 241

III 245

XII 245

XIII 259

XIV 269

Nota 276

Libros a la carta 279

Brevísima presentación

La vida

Alcides Arguedas Díaz (La Paz, 15 de julio de 1879-Chulumani, 6 de mayo de 1946), Bolivia.

Hijo de Fructuoso Arguedas y Sabina Díaz, estudió en el colegio Ayacucho y se graduó en Derecho y Ciencias Políticas (1904) en la Universidad Mayor de San Andrés. Desde muy joven colaboró en diferentes publicaciones El Comercio; en el El Diario escribió la columna A Vuelo de Pluma (1908), en la Revista de América y Mundial; y en el El Debate (1915).

Arguedas fue segundo secretario de la Legación de Bolivia en París (1910), y conoció a Rubén Darío. Más tarde fue enviado a Londres.

Tras regresar a Bolivia, fue elegido diputado en 1916 por el Partido Liberal, y representante boliviano en la Liga de las Naciones (1918). Fue además cónsul general en París (1922), y ministro plenipotenciario en Colombia (1929). Fue senador por el departamento de La Paz (1940), y llegó a ser líder del Partido Liberal. Por entonces fue ministro de Agricultura, Colonización e Inmigración (1940), en el gobierno del presidente Enrique Peñaranda y luego se fue a Venezuela como ministro plenipotenciario (1941).

Arguedas se casó con Laura Tapia Carro en 1910, y quedó viudo en 1935. Tuvieron tres hijas. En 1944 vivió una temporada en Buenos Aires enfermo, allí terminó la versión definitiva de Raza de bronce; regresó a Bolivia en 1945 y murió de leucemia en Chulumani el 6 de mayo de 1946.

La raza

Señor, deja que diga la gloria de tu raza,

la gloria de los hombres de bronce, cuya maza

melló de tantos yelmos y escudos la osadía:

¡oh caballeros tigres!, ¡oh caballeros leones!,

¡oh! ¡caballeros águilas!, os traigo mis canciones;

¡oh enorme raza muerta!, te traigo mi elegía.

Amado Nervo

Con Raza de bronce (1919), Alcides Arguedas inició la corriente literaria denominada «neoindigenismo», que retrata la realidad social, política, económica y cultural de los pueblos originarios de América Latina. La intención del autor es plasmar el dilema y enfrentamiento de las identidades y sociedades caracterizadas por la heterogeneidad cultural. Con un trasfondo de evidente denuncia social, Raza de bronce es una de las primeras novelas latinoamericanas que narra la vida de los indígenas del altiplano de Bolivia.

El destacado hispanista Ernest Martinenche, profesor de la Sorbona, nos comenta de Raza de bronce: «Los tipos que viven o vegetan sobre esta tierra, ya fecunda, ya ingrata, parecen pintados con no menor justeza: poco a poco entramos en sus miserables moradas, en sus supersticiones. Los hechos solos hablan en su impasible lenguaje, más exasperante que las protestas más violentas».

Advertencia

La primera edición de este libro apareció en mi tierra, hace veinticinco años, en 1919 y en momentos en que una misión diplomática me alejaba de ella sin darme lugar a corregir las pruebas. Los impresores descuidaron este detalle y la mala presentación del libro arrancó un grito de indignada pena a un autorizado crítico oriental: «Lástima que obra de tan consciente labor no haya tenido la corrección que merecía y duele que obra tan noble haya sido impresa con tanto descuido» —escribió don Juan Antonio Zubillaga.

La segunda edición, con prólogo de don Rafael Altamira, no fue más afortunada. La hizo en 1923 un popular editor valenciano a instancias del propio prologuista, y el libro volvió a aparecer, modesta y oscuramente, en papel de periódico, con tipo minúsculo y ceñido, con ordinaria presentación, como libro paria hecho por favor y condenado de antemano a pudrirse en el más recóndito sitio de los sótanos editoriales.

Naturalmente el libro no tuvo lectores y contados fueron los que, venciendo sabe Dios qué suerte de repugnancias, pusieron los ojos en él. Algunos se dejaron ganar, sin embargo. Y Gabriel Alomar, ilustre comentarista de Don Quijote, escribió un cálido elogio del libro en un lunes del entonces famoso Imparcial de Madrid. Poco después, otro ilustre profesor de literatura española en la Sorbona, don Ernesto Martinenche, publicó un breve y caluroso comentario en una conocida revista de París y le dedicaron sendos artículos el profesor Buylla, el escritor Díez-Canedo y el penetrante crítico peruano Luis Velasco Aragón, entre otros.

Entonces un periódico semanal de la incomparable urbe latina, hecho por y para suramericanos, quiso ocupar su folletín con esta Raza de bronce y encomendó su versión al francés a un joven escritor mexicano que se entregó con fervor a la tarea, acaso porque en el libro se describe la vida de una raza autóctona emparentada con la que predomina en su gran país. Y el mozo, al volver a su tierra para disfrutar de unas cortas vacaciones, desapareció envuelto quién sabe en qué torbellino y largas semanas quedaron los lectores pendientes de las andanzas de mis monigotes. Al fin se cansaron de esperar y reclamaron. Entonces la dirección confió la traducción de los dos o tres capítulos finales a otro menos hábil o menos entusiasta que el mozo mexicano, y pudieron los lectores hispanos de París enterarse de la suerte y del destino de mis personajes.

Esos folletines, cuidadosamente coleccionados por manos amorosas en un volumen especial, me fueron pedidos más tarde por un gran escritor bilingüe y buen amigo mío, Max Raireaux, para confiarlos a un editor de París; pero entonces sobrevino la tragedia de la gran Francia inmortal y ya no supe más de mis folletines... Entretanto, y posteriormente a la aparición de Raza de bronce, otros libros se han publicado en nuestra América, desde La vorágine de José Eustasio Rivera hasta el último de Ciro Alegría, libros que han alcanzado merecida fortuna y ruedan hoy con algún estruendo por el mundo.

Muchos estudios también han aparecido en América, serios, meditados y hechos algunos por profesores de literatura en conocidas y renombradas universidades de Europa y Estados Unidos, y en ninguno he leído nada sobre esta Raza de bronce que, no por méritos literarios, ciertamente, sino por su ubicación en el tiempo y, por el tema, tiene algún derecho para figurar en libros donde se habla de literatura americana, y ese silencio de críticos, eruditos y profesores es prueba concluyente de que el libro se ha podrido —cual me imaginaba—, en los sótanos del despreocupado editor valenciano... Ojalá esta nueva edición le traiga suerte al libro que, debo confesarlo, no ha sido escrito en tres meses, ni en tres años siquiera. Ocupó los mejores momentos de una vida, aquéllos en que todo hombre de letras cree que ha nacido para algo muy serio y el escritor de tierras interiores y donde la pluma es lujo que no sustenta, tiene la candidez de imaginarse que puede producir algo que, por lo menos, tenga alguna duración en el tiempo...

Buenos Aires, diciembre de 1944.

Alcides Arguedas

Libro primero

El valle

I

El rojo dominaba en el paisaje.

Fulgía el lago como una ascua a los reflejos del Sol muriente, y, tintas en rosa, se destacaban las nevadas crestas de la cordillera por detrás de los cerros grises que enmarcan el Titicaca poniendo blanco festón a su cima angulosa y resquebrajada, donde se deshacían los restos de nieve que recientes tormentas acumularon en sus oquedades.

De pie sobre un peñón enhiesto en la última plataforma del monte, al socaire de los vientos, avizoraba la pastora los flancos abruptos del cerro, y su silueta se destacaba nítida sobre la claridad rojiza del crepúsculo, acusando los contornos armoniosos de su busto.

Era una india fuerte y esbelta. Caíale la oscura cabellera de reflejos azulosos en dos gruesas trenzas sobre las espaldas, y un sombrerillo pardo con cinta negra le protegía el rostro requemado por el frío y cortante aire de la sierra. Su saya de burda lana oscilaba al viento que silbaba su eterna melopea en los pajonales crecidos entre las hiendas de las rocas, y era el solo ruido que acompañaba el largo balido de las ovejas.

Inquieta, escudriñaba la zagala.

No ha rato, al reunir su majada para conducirla al redil, había echado de ver que faltaba uno de sus carneros; y aunque no temía la voracidad de ninguna fiera ni la rapacidad de malhechores, recelaba que fuese incorporado a los hatos de la hacienda colindante, hechos a merodear en los flancos de la colina a orillas del lago, o a la vera de los linderos marcados por hitos de adobes o pircas de rocalla, y ya harto conocía el ingrato rondar por entre gente agriada con pleitos, a cada instante suscitados por la posesión de ejidos que los terratenientes aún no habían deslindado.

La noche se echaba encima y pronto se haría difícil ordenar la marcha del rebaño. Al pensar en esto, dejó la zagala sus ovejas bajo el ojo vigilante de Leke, el lanudo y pequeño can, y se dirigió a las rocas que en gradiente coronaban la cima del cerro, cuyos flancos se bañan por un lado en la transparente linfa del lago, y del otro se tienden con suave declive hacia la llanura, limitada a lo lejos por colinas chatas y altozanos y surcada en medio por la quiebra de un río.

Volvió a trepar a lo alto de una empinada roca, y desde esa atalaya tendió los ojos en torno.

El lago, desde esa altura, parecía una enorme brasa viva. En medio de la hoguera saltaban las islas como manchas negras, dibujando admirablemente los más pequeños detalles de sus contornos; y el estrecho de Tiquina, encajonado al fondo entre dos cerros que a esa distancia fingían muros de un negro azulado, daba la impresión de un río de fuego viniendo a alimentar el ardiente caudal de la encendida linfa. La llanura, escueta de árboles, desnuda, alargábase negra y gris en su totalidad. Algunos sembríos de cebada, ya amarillentos por la madurez, ponían manchas de color sobre la nota triste y opaca de ese suelo casi estéril por el perenne frío de las alturas. Acá y allá, en las hondonadas, fulgían de rojo los charcos formados por las pasadas lluvias, como los restos de un colosal espejo roto en la llanura.

Un silencio de templo envolvía la extensión. Todo parecía recogerse ante la serenidad del crepúsculo, y diríase muerto el paisaje, si de vez en cuando no se oyese a lo lejos el medroso sollozar de la quena (flauta) de un pastor, o el desapacible repiqueteo de los yaka-yakas, apostados ya al margen de sus nidos cavados en las dunas del río, o en las quiebras de las rocas.

Avizoró la pastora el paisaje, indiferente a la infinita dulzura con que agonizaba el día, y al punto dejó su atalaya, porque le pareció haber oído un solitario balido hacia el final de esa dominante plataforma, adonde rara vez conducía su rebaño, porque, a más de ser pobre en pastos, llevaba en el país la fama de albergar a los espíritus malignos en una caverna cuya boca se abría mirando al lago, a pocos pasos del flanco que cae, casi a pico, sobre las inquietas aguas.

Era una cantera de berenguela y mármol verde, largo tiempo abandonada, y que hoy servía de cómodo y seguro refugio a las lechuzas y vizcachas (liebres). Los laikas (brujos) de la región habíanla convertido en su manida, para contraer allí pacto con las potencias sobrenaturales o preparar sus brebajes y hechizos, y rara vez asomaban por allí los profanos. Los pocos animosos que, por extrañas circunstancias, se atrevían a violar su secreto, juraban por lo más santo haber oído gemidos, sollozos y maldiciones de almas en pena y visto brillar los ojos fosforescentes de los demonios, que danzaban en torno a los condenados...

Alguna vez, en horas de tormenta, cuando el rayo hiende las rocas, aúlla el viento y se desatan cataratas de lluvia sobre las alturas, Wata-Wara había profanado su misterio, para expulsar a sus bestias refugiadas en el pavoroso antro; y aunque nunca había visto ni oído lo que otros juraban ver y oír, no se atrevía, solo por capricho o curiosidad, a provocar el enojo de los yatiris (adivinos) poniendo planta insolente en sus dominios.

—¡Jaú-u-u-u! —gritó Wata-Wara avanzando con miedo hacia el boquerón oscuro e informe de la entrada. Su grito penetrante y agudo metióse en el antro y a poco salió en forma de eco, que ella, por extraña ilusión, tomó por el balido de su extraviada res.

Y quiso adentrarse en la caverna, y la detuvo el miedo; pero la codicia fue más fuerte en ella. Con paso furtivo y resuelto, tendidos hacia delante los brazos, dilatados los ojos, avanzó lentamente, cual si tantease en la penumbra, y a pocos pasos quedó inmóvil, oyendo solamente los latidos tumultuosos de su corazón.

Grande y ancha era la caverna. Su piso irregular estaba cubierto con el cascajo que al romper las piedras dejaran los ignorados canteros que allí labraron quizás la piedra blanca con transparencias opalinas para la fontana que otrora se erguía en el hoy destruido Prado de La Paz, y en los rincones se veía la huella del fuego encendido para cocer su yantar o dar filo al cincel. Las paredes se componían de enormes bloques rectangulares y sobrepuestos por capas en espontánea colocación; parecían los materiales dispuestos y abandonados allí por descuido para una enorme y gigantesca construcción. En las paredes laterales y del fondo, sobre el nivel del suelo, se abrían las bocas de otras tres galerías, oscuras, misteriosas, por donde corrían las vetas de la piedra blanca, y su vista llenó de pavor el ánimo de la zagala, que salió huyendo de las sombras, pasmadas aún de su audacia. Ya fuera, y con voz temblorosa por el miedo, lanzó su penetrante grito, y otro cercano repercutió a sus espaldas. Volvióse vivamente la pastora, y vio con alegría que un mozo avanzaba por la plataforma cargando en su poncho la descarriada oveja.

Era el mozo alto, ancho de espaldas y de vigoroso cuello. Tenía expresión inteligente y era gallarda la actitud de su cuerpo. La cabellera le caía enmelenada sobre los hombros saliendo por debajo del gorro amarillo, cuyas aletas le cubrían las orejas con parte de las mejillas. El chaleco escotado, sujeto por cuatro botones de metal, y la camisa abierta, dejaban ver su pecho robusto y moreno.

—¿Dónde hallaste a este diablo, Agiali? —demandó la moza, sin responder al saludo del gigantón.

—Vagaba por la pampa y lo recogí de ella.

—¡Tanto que me ha hecho penar el malo!

Y alzando un guijo dio con él a la bestia, que escapó camino de la majada, cuyos balidos anunciaban impaciencia.

—Dime, ¿entraste a la cueva? —preguntó el mozo, con acento receloso y desconfiado.

—Sí.

—¿Y para qué?

La india hizo un gesto vago y se encogió de hombros. Agiali, asustado de veras, le objetó:

—Ya verás; seguro que te ha de suceder algo... Como al Manuno.

Callaron ambos, miedosos. El recuerdo, inoportunamente evocado, produjo honda impresión en la pastora.

—¿Y sabes dónde está ahora?

—No sé. Alguien me dijo que se murió.

—¡Pobrecito! El Patrón fue malo con él.

—Lo es con todos. Habría bastado, por castigo, los azotes que le hizo dar; pero quemó su casa.

—Dicen que le debía y no podía pagarle.

—¿Y qué?... Le habría pagado poco a poco, como le pagamos todos... ¡Como si fuera capaz de perdonarnos una deuda!...

Y una sonrisa agria borró la palidez de su rostro. Quedaron en silencio.

Agiali parecía preocupado, y ella creía conocer la causa de su congoja. Días antes, como castigo a una falta, había recibido orden del administrador para ir, con otros cuatro compañeros castigados como él, a comprar granos al valle, y ella sabía que esas excursiones eran siempre peligrosas, no tanto para los hombres como para las bestias.

¡Cuántas veces las pobres bestias quedaron inutilizadas para el trabajo por las mataduras de sus lomos cruelmente dañados por la carga! ¡Y cuántas los hombres, presas de extraños males, se la pasaron en casa, inútiles para las diarias faenas, o quedaban tullidos y enfermos hasta la muerte!

—¿De veras vas mañana de viaje? —preguntó Wata-Wara, echando a andar camino de la majada, cuyos insistentes balidos era lo único que se oía en la alta cumbre, libre todavía de las sombras.

—Mañana —repuso Agiali con aire preocupado.

—¿Con quiénes vas?

—Con Quilco, Manuno y Cachapa.

—¿Tardarás mucho?

—Lo menos dos semanas.

Enmudecieron otra vez, y ambos caminaban como cohibidos.

Decíase de ellos en la hacienda haberse comprometido en proyectos matrimoniales, y eran frecuentes las bromas que en las faenas del campo recibían de sus compañeros; pero, hasta entonces, el mozo no había arrebatado ninguna prenda de la zagala, como signo formal de amoroso pacto, y solo se había limitado a usar con ella de pequeños favores que mostraban su deseo de agradarla, vehemente en él, y que no trataba de ocultar. Ayudábale a recoger por las tardes el ganado del cerro donde tenía por costumbre pastorear la moza, o aumentaba de su cosecha la carga de chango (algas) recogidas en el lago para el consumo de las bestias. Verdad es, y quizás esto fuera lo más significativo, que ambos tenían los mismos sitios predilectos para divertirse en los días de reposo; que en las siembras y cosechas los dos labraban el mismo surco, y que en vísperas de las grandes fiestas, cuando de noche ensayaban los mozos sus danzas al luminoso claror de la Luna llena, ambos se colocaban juntos e iban cogidos de las manos en las ruedas, y las miradas y sonrisas de ella eran solo para él; pero de ahí no habían pasado las cosas. Agiali se mantenía reservado en palabras y ademanes, y no por timidez, ya que con las otras jóvenes de la comarca gastaba idénticas licencias que los demás, sino porque la riqueza de los padres de Wata-Wara y la decidida protección que le dispensaba el viejo Choquehuanka ponían siempre a raya sus sentimientos. Si departía con ella, gastando ademanes parsimoniosos, sus palabras eran medidas, y solo hablaba de lo que ellos hablan de ordinario, es decir, del tiempo, de las labores campestres y de sus bestias. Alguna vez, como los demás, al hacerle una broma, había acompañado sus palabras con un recio empujón o una intentona de pellizco; mas de ahí nunca había pasado su camaradería servicial y comedida.

Así se acostumbró a verlo la joven, y por eso su actitud encogida de esta tarde la llenó de cierta perplejidad. Lo notaba serio, callado, caviloso, y supuso que algo anormal le ocurría. Probablemente no habría cogido mucho pescado en la jornada de la noche precedente... quizás estaba enferma de cuidado alguna de sus bestias.

—¿Te apena el viaje? —le dijo por decir algo y ocultar la turbación que a ella también le embargaba.

Agiali rió, mirándola detenidamente en los ojos con infinita codicia.

—¿Por qué me miras así?

En vez de responder, el mozo aproximóse aún más a ella, y riendo siempre, con risa trémula, alargó con rapidez la mano y le dio un fuerte pellizco en el brazo redondo y de carnes duras... Wata-Wara comprendió al punto las intenciones del galán, e inclinó la cabeza, confusa y casi aturdida. Jamás él se había permitido esas libertades a solas y era la primera vez... Retrocedió un paso, con el corazón palpitante de alegría. Él avanzó otro, extendió la mano, y cogiéndola por la punta de su pullo (mantilla), la atrajo hacia sí.

—¡Déjame! —gimió ella, volviéndole la espalda. Su voz era desfalleciente, infantil, insinuante.

—¿Y si no quisiera? —suplicó el otro, también con voz queda.

Y, por segunda vez, ahora con calma, la pellizcó en el hombro, reteniendo la carne entre sus dedos.

Tembló Wata-Wara, y un estremecimiento de dolor y voluptuosidad sacudió su cuerpo.

—¡Déjame! —dijo con voz más apagada aún, trémula de dicha inesperada y osando mirarle brevemente en los ojos, radiantes de la más pura alegría.

Entonces el mozo cogió con sus manos callosas y duras las de su amada, ásperas también pero de piel más fina; le tomó el dedo anular, donde un anillo de cobre había dejado su marca negra en la piel, y, suavemente, le quitó el anillo.

Ella dejó hacer, turbada, sin voluntad ni fuerzas para simular resistencia. ¡Al fin se le había declarado el mozo y le significaba su intención de desposarse con ella! Agiali, riendo siempre, pasó el aro tosco al menor de sus dedos y colocó el suyo entre los de la zagala, cuya redonda carita iluminóse con el fulgor de una sonrisa plácida.

—Le voy a decir a mi madre que vaya a pedirte mi anillo —amenazó ella con melindre.

—Si lo haces —repuso el galán fingiendo creer en la amenaza—, me voy de la hacienda y no vuelvo más.

—¿Y adónde te irías?

—Donde no me vean más tus ojos...

—Quédate con él, entonces...

Se tendieron ambos las manos y se miraron en lo hondo de las pupilas, sonriendo con dicha.

—¿Me ayudarás a conducir mis ovejas? Ya es de noche y en casa han de estar esperándome.

—Vine a eso.

Y quiso la zagala desprender sus manos de las del galán, mas éste las retuvo con fuerza y siguió mirándola detenidamente y en silencio, pero con aire receloso. Al fin, casi hosco, habló:

—Oye.

—¿Qué?

—Desde hace tiempo he notado que te mira mucho el administrador de la hacienda.

—Yo también —repuso la otra, indiferente.

—Sé que se ha quejado a tu madre porque no vas a su casa a escarmenar lanas ni servir de mitani (sirvienta).

—Iré la otra semana.

Al oír esto, nublóse el rostro del mancebo. Y dijo con tono imperioso:

—Yo no quiero que vayas. Ese khara (mestizo) es malo y me da miedo...

—A ti nunca te hizo daño. Una sola vez te pegó.

—Varias, di; pero eso apenas me importa... Tengo miedo por ti.

—Nunca pega a las jóvenes.

—Pero las seduce.

Se detuvo, indeciso. Y bruscamente, añadió:

—Bueno, si vas de servicio, lleva a tu madre y no te quedes nunca a solas con él.

—Así lo haré.

La noche había caído con rapidez y el rebaño balaba, inquieto y deseoso de volver al aprisco. El mismo Leke, sentado sobre las patas posteriores y los ojos clavados en la dueña, ladraba de rato en rato como para anunciar corrida ya la hora del regreso.

—¡Wara!... —llegó hasta los enamorados la voz sonora de un muchacho resonando en las faldas del cerro.

—Me llaman; ¡vámonos! —dijo la pastora. Y al mismo tiempo lanzó un penetrante grito, y, colocando una piedra en su honda, arrojóla sobre el rebaño, el cual, al escuchar el zumbido, púsose en marcha camino del sendero. Avanzaba el grupo en un solo pelotón pardusco, y el polvo que levantaba a su paso parecía espesar aún más la sombra del cielo.

Entonces, la novia, cogida siempre de las manos de Agiali, entonó, quedo primero, luego en voz más alta, uno de esos aires tristes de la estepa que imita el monótono gemir del viento entre los pajonales de la pampa. Le siguió en el canto el mancebo, y las dos voces formaron un dúo lento como una melopea, cuyas notas se diluían al pálido claror de la celistia... En medio camino se les reunió el zagalillo enviado en busca de la pastora, y a poco llegaron todos a la casa, situada en media vertiente del cerro, sobre una especie de estrecha plataforma. Se componía de cuatro habitaciones, adosadas al cerro, y su corral, entre cuyos muros de piedra bruta crecían locamente las ortigas de flor roja y haces de paja dura, en las que el viento arrancaba lamentables y extrañas concertaciones.

Al tropel del ganado salieron tres chiquillos del lar, uno como de siete años y los otros dos un poco mayores y al parecer gemelos; corrieron los palos que cerraban el aprisco y se colocaron a ambos lados de la entrada, para la faena del apartado, que ejecutaron los pequeños, separando a las ovejas madres de sus crías, que bien pronto formaron a sus espaldas un grupo bullicioso y temblante. A los balidos angustiosos de las hembras respondía el desfallecido lamento de la prole, y todo junto, coreado por el viento, formaba la armoniosa canción del campo... Concluida la tarea se dirigieron los pastores a la cocina.

Era una habitación estrecha, larga y de paredes renegridas. Frente a la puerta angosta y baja estaba el fogón de barro, en cuyo fondo ardía un macilento fuego alimentado por la bosta seca de las ovejas. De las vigas barnizadas por el hollín pendían canastos de mimbre oscuro, sogas, cabestros, algunos instrumentos de labranza y retazos de carne seca. A ambos lados de la entrada, ocupando todo el ancho de las paredes dos tarimas de barro, los patajatis servían de lecho. Eran huecos por debajo y en el uno dormían las gallinas sobre perchas y el otro estaba destinado a los pequeños conejos de Indias, manchados de color y que ahora también, en la noche, discurrían silenciosamente por el suelo y alargando sus sombras cuando se deslizaban frente al fogón y mirando sin recelo a la vieja Coyllor-Zuma, madre de Wata-Wara y a otros dos viejos arrugados y de encorvada talla que estaban de cuclillas junto al fogón. Practicaban el acullico, es decir, mascaban coca los tres y permanecían silenciosos, impasibles y mudos, como abstraídos en honda cavilación. La moribunda llama del mechero doraba sus rostros acusando con vigor los perfiles mientras el lado opuesto se borraba completamente sobre el fondo de la covacha oscurecida por el hollín y las sombras...

—Buenas noches nos dé Dios, ancianos —saludaron los mozos al entrar.

—Tarde vienes —dijo Coyllor-Zuma a la pastora.

—Se me perdió una oveja y estuve buscándola. Agiali la encontró en la pampa.

La anciana, sin responder, se volvió al pretendiente de su hija:

—Dicen que estás de viaje.

—Sí; me envían al valle a traer semillas.

—Cuida de tus bestias y no les pongas carga pesada.

—¡Si yo pudiera! —repuso el otro con pena. Y añadió:

—Pero llevamos más de las precisas y nada les pasará.

—Cuídate también tú. No comas fruta recién cogida del árbol ni seas imprudente al atravesar los ríos. Aún no han cesado las lluvias, y deben estar crecidos por el valle.

—Van con Manuno, y ése ya conoce bastante esos sitios —dijo uno de los viejos, tomando parte en la charla.

—¿Cuándo concluirá esta pesada obligación? —preguntó el otro viejo taciturno. Todos están cansados con semejantes correrías.

—Cuando el hermano del patrón venda sus haciendas del valle, o nosotros nos vayamos todos de ésta —repuso el primero.

—¿Y adónde iríamos que no tengamos que servir?

—Así es... Y cayó el silencio letal, únicamente interrumpido por el lento masticar de los jóvenes, que yantaban la merienda fría preparada para la pastora, y se componía de chuño y maíz cocido con algunos retazos de charqui y bolillos de Kispiña.

II

Al amanecer del siguiente día emprendieron marcha al valle los viajeros.

Llevaban doce bestias, entre burros y mulas, cargadas con carnes y pescados secos, patos cocidos y curados al hielo, habas y arvejas tostadas, quesos frescos y otros productos del yermo, e iban casi de buen humor porque Manuno, el jefe de la caravana hubo de asegurarles que esos artículos alcanzaban precios fabulosos en el valle, donde las gentes, por la relativa facilidad con que ganan el dinero, se mostraban pródigas. Y les seducía la expectativa del negocio lucrativo.

Era Manuno un hombre entrado en años, seco, anguloso, bastante alto y de nariz larga y afilada.

Viajero infatigable, conocía todos los rincones de Yungas y de los valles cercanos a La Paz, donde debiera realizar positivos negocios, porque a la vuelta de cada uno de sus viajes casi nunca dejaba de aumentar el caudal de su hacienda, comprando ropas de gala, una yunta, o por lo menos algunas cabezas de ganado lanar, lo que demostraba hasta la evidencia no ser exageradas las relaciones que hacía del país al que iban ahora por primera vez dos de sus compañeros, y del que se traían los almibarados higos, las sabrosas tunas, el buen maíz y tantos otros frutos, demasiado costosos para ser adquiridos con frecuencia.

Llegaron de noche a la ciudad, a casa del patrón; y allí, el compañero, que hacía su semana de servicio (pongueaje) les dio la noticia de que el amo se había marchado la mañana de ese mismo día a su hacienda de Yungas. La recibieron con placer, pues podían entregarse de inmediato al reposo exigido por sus piernas fatigadas con el peso de setenta kilómetros recorridos en menos de catorce horas, de claro a oscuro y a buen trote.

Descargaron las bestias, y luego de saludar a la esposa del patrón, que en nombre de éste les entregó cuarenta pesos para la compra de ocho cargas de cebada en grano, fueron a tenderse en el zaguán, sobre las sudadas caronas de la recua. Manuno hizo un fajo con los billetes, envolvió el fajo en un trapo, el trapo en un pañuelo, y añudóse el pañuelo a la garganta con cuatro apretados nudos. Para despojarle en su caudal sería menester degollarlo antes.

Al otro día, despuntando la aurora, prosiguieron el viaje.

Ya desde extramuros comenzó a cambiar al paisaje. El camino de Miraflores se quebraba en la cuesta de Karahani, seguía en un corto trecho la vera del río, se metía en la aldea de Obrajes y luego rastreaba la falda de cerros gredosos, hoscos, pelados y de ásperas o suaves quiebras y ondulaciones, orillando a veces pequeños huertos de duraznos, campos de alfalfares entre los que pastaban pequeños hatos de ovejas y vacas lecheras, casitas de indios diseminadas en las faldas de los cerros, entre el verde follaje de arbolillos enclenques.

Salía el Sol cuando llegaron a la playa pedregosa del río Calacoto, tendida al pie de altísimos cerros de greda, cortados como por cuchillo.

Las aguas turbias y algo verdosas, confundidas en ese punto con las del río de La Paz, se arrastraban con violencia, y parecían perforar el cerro que al fondo cerraba el horizonte, alzándose rojo y quebrado en sus flancos destrozados como una entraña.

Arremangáronse los calzones y luego de vadear la corriente quisieron componer sus ropas; pero Manuno les aconsejó no hacerlo, porque de allí en adelante, habrían de seguir siempre la playa, atravesando con frecuencia el río, acrecentado por el caudal de los que se le reúnen.

—Y si no, miren cómo vienen ésos —le dijo el guía mostrándoles una pequeña caravana de vallunos, que en ese momento llegaba por la banda opuesta a la orilla de la corriente.

Los hombres traían las piernas desnudas y las mujeres mantenían soliviantadas hasta el muslo las faldas, mostrando sus carnes sólidas, musculosas, morenas y limpias de vello. Muchas bestias llevaban huellas de barro seco en ancas e ijares, como si hubiesen caído en hondos atolladeros.

En Aranjuez comenzó a molestarles el Sol. Tocaban ya las regiones cálidas, y ellos venían de las alturas rodeadas por montes que jamás se despojan de su manto de nieves.

—Esto no es nada todavía ¡Ya verán más adelante! —les amenazó Manuno, dándose tono y poniendo autoridad en sus palabras.

Ganada la cuesta de Aranjuez, en la pampa de Mallasa, gozaron la primera fruición del viaje.

A ambos lados del camino, enmarcados por vivos cercos de verdura, se extendían campos de vistosas chumberas, con las pencas cuajadas de frutos maduros o por madurar; arbolillos de duraznos rendidos por el fruto, álamos de hojas lustrosas y de un verde tierno.

Los ojos de los pampeños brillaban de codicia.

—¿Y si cogiéramos algunas? —consultó Agiali a los compañeros, mostrando las pencas.

—Esos sujetos —advirtió Manuno— son malos; y si nos cogen, nos sacuden una paliza o nos quitan una carga.

Pasaban en ese instante por un punto en que sobre el cerco de espinos ralo y bajo dejaba asomar hacia la ruta la paleta de una penca cuajada de grandes tunas sazonadas y cubiertas de pelusilla. Manuno echó un vistazo por el camino, y solo vio venir a lo lejos un viajero conduciendo una yunta.

—Entra y coge las que puedas.

Y deteniendo a un asno con el arnés flojo, se puso a tirar de la chincha, en tanto que Agiali, encaramado sobre la punta de los pies, cosechaba con ahínco los frutos de la penca, y los depositaba en su sombrero, sin cuidarse de los espinillos que se le incrustaban en las manos, produciéndole un cosquilleo desagradable.

—¡Cuidado! ¡Ahí viene el dueño! —le gritaron sus amigos con voz baja y temerosa.

Un hombre alto y corpulento había surgido casi de repente al otro lado del cerco, y avanzaba por el camino silbando una tonada alegre. Venía con reposado andar, y se apoyaba en un recio palo de kuphi, fuerte como el hierro. Al llegar a la altura de los viajeros acortó el paso, y mirándoles con atención dijo en voz alta, como para hacerse oír:

—Estos sunichos (habitantes) del yermo suelen ser ladrones.

Cuidaron de darse por aludidos y fingieron no haber oído la ofensa. Estaban lejos de sus pagos y tenían que soportar toda clase de insultos. Además, no llevaban limpia la conciencia.

Se alejó el valluno, haciendo sonar su kuphi contra las piedras de la ruta.

—Si te coge, Agiali, te mata —le dijo Quilco.

El joven se sintió lastimado en su vanidad de hombre fuerte:

—¡Hubieras visto si me toca un pelo!

—Pero él tenía un palo.

—¿Y esto? —dijo el mozo mostrando el cabo de su látigo pendiente en las espaldas.

—¿Cuántas has cogido? —preguntó Manuno, para cortar la discusión.

Agiali levantó la bufanda de encima del sombrero y contó. Había doce cabales, y se repartieron a tres, que devoraron en el acto, allí mismo.

Les supieron a gloria. Estaban dulces, frescas y jugosas.

—Se me han quedado en los dientes —dijo Quilco relamiéndose los labios y volviendo los codiciosos ojos al tunal.

—¿Si pudiéramos coger otras? —repitió Manuno.

—No podemos. El dueño nos está espiando —repuso Cachapa, que había visto sacar la cabeza al hombre procaz por encima de las pencas.

—Quizás más adelante; vamos —ordenó Manuno.

Se pusieron en marcha. Y entonces, el guía, alardeando conocimientos de la comarca, comenzó a ilustrar a sus ignorantes compañeros sobre las particularidades de esa pampa de Mallasa, donde los indios, sin tener ni las más remotas noticias del cultivo de secano, aplicaban, desde tiempos inmemoriales, por rutina, los procedimientos aconsejados por los modernos tratados de agricultura.

La charla instructiva se prolongó hasta el momento en que llegaron a un punto en que el camino hacía recodo. A la vera, sobre una pequeña altura, se alzaba una alegre morada de indio, con sus arbolitos de durazno junto a la rústica galería, y trepando por sus ramas un tumbo, cuyas guías habían saltado al techo, y de él caían, formando una especie de cortinaje, a la galería. Entre sus hojas triangulares saltaban el rojo de las flores acampanadas y de suntuoso cáliz y los frutos amarillos, como yema de huevos cocidos, largos y redondos, y de pulpa azucarada y deliciosa al paladar.

Bajo la sombra estaba sentado un indio. Tejía una canasta de carrizo y mimbre, y algunas gallinas picoteaban el suelo cerca de él. A su lado había una canasta volcada, y encima de la canasta un balay rebosante de tunas.

—¿Y si comprásemos? —propuso Agiali, entusiasmado a la vista de la fruta.

—Ponemos a un real —opinó Quilco.

—Con un real tenemos para todos; ya verán —dijo Manuno.

Desvióse del grupo en dirección al cestero, y le saludó con humilde inflexión de voz y con el tono bajo y servil que emplean los indios cuando se dirigen a un extraño a quien desean pedir favor, cualesquiera que sean su casta y condición.

—Buenas tardes, tatito; ¿quieres venderme un realito de tunas?

Levantó la cabeza el valluno, y al medir con los ojos a su interlocutor, supo al punto su procedencia. Y viva alegría iluminó su rostro.

—Vienes del lago, ¿verdad?

—Sí, tatito.

—Entonces no quiero venderte nada; pero te cambio con lo que traes. ¿Qué llevas en tu carga?

—Chalona, quesos, patos, pescado.

Los ojos del valluno se encendieron.

—Dame pescado y te doy tunas.

—¿Y cuántas me das por un pescado?

—Cinco; pero si traes hispi, por un plato (chúa) lleno te doy veinte tunas.

Ahora le brillaron los ojos a Manuno, pero dominó su emoción. Y fingiendo conocer la superioridad de su producto, regateó mintiendo:

—En otra parte nos han querido dar cuarenta tunas y dos platos de maíz por uno de hispi, y no hemos querido.

—Yo te doy tres —dijo el valluno, dispuesto a no perder tan bella coyuntura.

Los compañeros de Manuno oían la charla y sudaban de espanto por el cínico aplomo del bribón; nunca imaginaron que se pudiera conseguir tan bella cosa con un puñado de pescadillo seco, y creían que el valluno iba a emprender a palos con el bellaco, dándoles inmerecida parte a ellos, y no les pesaba que tal aconteciese para escarmentar la desfachatez del granuja.

—Dame cinco —repuso el ladino, aumentando así la consternación de sus compañeros, que ya creían ver levantarse el palo del cestero.

—¡Eres un pillo! —saltó éste, exasperado. Y añadió en el colmo del enojo—: ¡Vete al diablo con tu pescado podrido y ojalá te cargue el río!...

—No te enojes, tatito, y adiós —repuso cachazudamente el muy zorro.

Y componiéndose el chal de alpaca con un movimiento de hombros, dio media vuelta y largó dos pasos.

—¡Te doy cuatro! —gritó el valluno, con la cólera de lo irremediable, pero sin voluntad para moverse de su posición cómoda e indolente.

Manuno, sin responderle, volvióse a sus compañeros, que estaban decididos a darle una paliza por su grosería, y guiñándoles los ojos les consultó:

—¿Qué dicen ustedes? Recuerden que las tunas del otro eran grandes y estaban frescas...

—¿Y crees que las mías están podridas, cara de momia (chulpa) vieja? —le gritó, fuera de sí, el valluno. Y cogiendo una se la arrojó con rencor a la cara—: ¡Métela ésa a tus ojos, que deben de estar podridos, para no ver!... Y como el pillo no se tomase la molestia de recoger la fruta que rodaba por el suelo, aunque los ojos se le fueran detrás, transigió el malhumorado valluno:

—Ya sé que me están robando, pero acepto. Te doy las cinco.

Largos fueron los regateos del negocio. De una parte y otra aparentaban mostrarse descontentos de la mercancía ofrecida en trueque; y si los sunichos cogían una a una las tunas, las examinaban con ojos de anatomistas para rechazar las que ofrecían la menor huella de desperfecto, el valluno, perezosamente inclinado sobre el tari donde había vaciado la chúa de pescado menudo, revolvía la fritura con la palma de la mano, ponía a un lado los muy menudos, separaba los aplastados, y así se pasaron cosa de diez minutos, en que los sunichos aspiraban con deleite y voluptuosidad el perfume de las frutas, que por primera vez en su vida las veían tan numerosas en su poder.

Al fin, uno y otro hubieron de darse por satisfechos con el cambio, no sin haber antes desechado casi la mitad de lo ofrecido; y fue solemne el instante en que los puneños distribuyeron en cuatro porciones iguales las tunas, y el maíz, y cogiendo cada cual la que le correspondía, reanudaron la marcha, devorando, más que comiendo, las frutas que llevaban en sus bufandas, sobre el pecho.

—La gente se muere con cólico si después de comer tunas bebe leche —advirtió Manuno, con la boca llena.

Los otros siguieron devorando la jugosa fruta, sin poner mientes en lo oído. No conocían el sabor de la leche y no sería ése el momento de probar a lo que sabía.

—¿Verdad que se hacen buenos negocios por aquí? —preguntó Manuno, ostentando aires de superioridad y satisfechísimo del éxito que habían alcanzado sus imposturas.

—¡Ca!... ¡Yo creí que te iba a romper las costillas!

—¡Si los conozco! Aquí no hay que acobardarse en pedir ¡Ya lo viéramos si ellos fueran por nuestras pampas llevando sus productos! Por cada grano de maíz nos hacían dar un hispi, y por cada durazno, una papa (patata).

Entretanto, la playa iba ahondándose al pie de los cerros y el Sol picaba más, conforme ascendía por los altos cielos. A eso de las doce ganaron la cuesta de Lipari y entraron otra vez en la playa, que se estrechaba unas veces y se abría otras, pero siempre amurallada por altísimos cerros desnudos.

—Ahora llegamos a las huertas de duraznos, peras y manzanas; pero, lo ven, el camino es difícil.

Manuno llamaba camino a una huella blanquizca en la playa, señalada, entre pedrones de granito, por el huano de las bestias, y que caracoleaba de un lado para otro, siguiendo los caprichos del torrente, que iba trazando curvas y rompiendo en retazos la senda.

Las aguas, considerablemente engrosadas por los arroyos y riachuelos de las abras abiertas en el vértice de los cerros, se deslizaban dando tumbos contra los pedrones de granito, y su ruido monótono era coreado por el viento que soplaba playa arriba, sacudiendo los árboles, cuyo ramaje, inclinado en una misma dirección, hablaba de la persistencia y regularidad con que el viento discurría por el valle.

Temprano estuvieron en Mecapaca, y allí resolvieron pasar la noche y aun quedar el día siguiente, caso de que no pudieran vender parte de su carga con objeto de aliviar la fatiga de las bestias, para ellos más dolorosa que la suya propia.

Mecapaca era un poblacho mísero y en ruinas, alzado en la orilla izquierda del río, sobre una plataforma tendida al pie de cerros pelados y altísimos, color de greda y llenos de grietas y rugosidades. Se llegaba por una especie de calleja con pobres casuchas de planta baja y techo de paja, y huertas de duraznos llenas de salvajina y otras plantas parásitas. Los solares de paredes desmoronadas abundaban; y aquí y allá, surgiendo del suelo, aparecían retazos de muros cubiertos por enredaderas silvestres con flores blancas, rosas y azules en forma de campanillas.

Manuno explicó:

—Antes era este pueblo rico y alegre; pero una noche entró la mazamorra, enterró las huertas y se llevó las casas. Desde entonces solo viven gentes desgraciadas.

—¿Cuándo fue eso? —inquirió Agiali, que, de entre todos, era el más interesado en conocer las cosas del mundo.

Manuno se encogió de hombros:

—No sé; pero debiera ser hace mucho, porque hasta los solares se han desmoronado.

—Entonces no debemos quedarnos aquí. No ha de haber quien nos compre nada, si son tan pobres como aseguras —reflexionó prudentemente Cachapa.

—Pierde cuidado. Los del pueblo no han de comprarnos gran cosa, pero vendrán de las haciendas... Manuno sabía lo que decía.

Así que tocaron los sunichos las primeras casas del burgo, salieron a sus puertas los moradores, y les brindaban su techo para quedar en él, la noche o todo el tiempo de su permanencia, pues sabían que el hospedaje iba a traerles el beneficio de unos cuantos puñados de comestibles, y no querían desperdiciar la ocasión de variar su yantar de una noche con frutos preciados a su gusto. Pero Manuno defraudó todas las esperanzas, porque fue a alojarse a casa de Choque, antiguo conocido suyo, hombre honesto y de comodidades, incapaz de ninguna mala acción, aunque con la singularísima particularidad de ser extremadamente locuaz y comunicativo.

Descargaron, pues, sus bestias en casa de Choque, les sirvieron unas buenas brazas de pienso, y echando sobre los hombros parte de su carga, fueron a instalarse en media plaza, donde extendieron sus ponchos y manteos, para lucir encima los allí codiciados frutos del yermo.

La plaza, fea y triste, era de regulares dimensiones. La circundaban casitas romas con techo de paja y ventanas enrejadas. En un ángulo se erguía la iglesia, dentro el cementerio, y era el único edificio descollante. Un triste silencio reinaba en el pueblo, interrumpido únicamente por el viento y el monótono rumor del río. De vez en cuando se veía cruzar un perro flaco y lanudo, y entonces los ojillos negros de Supaya se animaban con súbito y extraordinario fulgor; pero tampoco se atrevía a dejar la compañía de su amo, para correr en pos de galantes aventuras, o de peligrosas querellas.