Cubierta

Leticia Obeid nació en Córdoba, Argentina, en 1975. Vive y trabaja en Buenos Aires desde 2004. Estudió en la Escuela de Artes de la Universidad Nacional de Córdoba. Su trabajo se despliega en varios medios: video, dibujo, instalación y escritura, en torno a temas vinculados al lenguaje, la traducción, la comunicación.

En 2010 obtuvo el primer premio en el concurso Nuevos Narradores del Centro Cultural Rojas. Publicó las novelas Frente, perfil y llanura (Caballo Negro, 2013) y Preparación para el amor (Caballo Negro, 2015) y el libro monográfico Leticia Obeid. Escribir, leer, escuchar (Blatt & Ríos, 2015). Preparación para el amor fue traducida al portugués y publicada por la editorial brasilera Par(ent)esis en 2019.

 

 

 

BAJO SUS PIES

 

 

LETICIA OBEID

 

 

 

Blatt & Ríos

Barbecho

 

 

 

 

 

 

Al abrir la puerta, el olor a cera y madera le endulzó la nariz. La casa la recibió con su oscuridad de cueva, en el punto más luminoso del día. El sonido del sol enmascaraba los pequeños ruidos de la siesta, esos que de noche iban a adquirir toda su nitidez. Elena atravesó la casa dando zancadas, sin mirar, por si le saltaba algún fantasma desde la penumbra. Llegó al patio, aliviada, miró las matas crecidas, el jazmín, la palmera, la pequeña pileta como una bañadera para humanos gigantes. Tita fue y vino, moviendo la cola, oliendo todo con una sorprendente pose de perra de caza. Elena notó que en una esquina del cuadrado de césped había un agujero de unos diez centímetros de diámetro, una especie de túnel, el hogar de algún habitante desconocido. Intrigada, se arrimó y le hundió un palito que encontró cerca, pero no vio ningún movimiento.

Volvió a entrar, dejó la cartera y se tiró en el sillón del living, tapándose con una manta que sacó del placard bajo la escalera; había recordado su ubicación mecánicamente. Se durmió. La despertó un chasquido que se mezcló con un sueño de costa marina, muy azul. Miró alrededor, la luz de la siesta entraba a rayas por los postigones cerrados, todo era castaño, en contraste con el sueño. Vio que un portarretrato había resbalado sobre el sillón de enfrente, desde un estante que quedaba justo arriba. Le pareció extraño y no entendía si había sucedido antes o estaba relacionado con el sonido que la había despertado. Era una foto de su mamá y su prima pequeña. La madre tenía una pañoleta roja, con búlgaros, sobre un tapado color tabaco, y estaba parada como una colegiala, con los pies muy juntos, zapatos de taco, en el cordón de la plaza. Su prima sonreía con sus dientitos blancos y unos bucles haciendo juego, como un pequeño durazno nuevo. Debía haber sido un acto patrio, un cumpleaños del pueblo, un evento protocolar y cíclico, y el fotógrafo seguramente había sacado esa foto por encargo, lo cual se evidenciaba en la pose y en que tenía un tamaño un poco más grande que el clásico 13 x 15 casero. Elena concluyó que la caída del objeto era un saludo de bienvenida.

Sentía el cuerpo destemplado y fue a la cocina a calentar agua. Notó que el gas salía casi sin presión. Quiso prender el termotanque pero se le acalambró el dedo esperando que apareciera la llamita azul. La garrafa debía estar acabándose. La puta madre, pensó, ni siquiera sé a quién pedirle que venga a cambiarla. Salió a la vereda seguida por Tita, caminó hasta lo de sus tíos, Amalia y Norberto, que vivían en la casa de la esquina, a pocos metros. Entró sin tocar la puerta, atravesó el living; estaban al fondo. La abrazaron, se sentó, le dieron un mate.

—¿Estás lista? –le preguntó la tía, con cierta sonrisa contenida, como cuando se pretende tener una charla seria con un niño.

—No sé, me pone un poco nerviosa –Elena subió los hombros y frunció la nariz.

—Va a ser algo así nomás, no te preocupes –le dijo el tío.

—Lo que me asusta es que tengo que hablar.

—¿Y tu hermano no vino? –preguntó la tía, ahora ceñuda.

—No, no quiso, le parece que es muy pronto todavía y se pone triste –Elena dijo esto, que era una especie de defensa, aunque no entendía la ausencia del hermano; pero tampoco quería discutirlo con ellos.

—A la Tía Gorda tampoco le dijimos. Anduvo más o menos y nos pareció que no iba a querer venir.

Se quedaron un ratito en silencio, cada uno se hacía diferentes preguntas, sin decirlas.

—Che, cambiando de tema, ¿a quién le puedo pedir una garrafa de gas un sábado?

—Al Patito, el hijo de la Elidia –dijo su tía después de pensar por unos segundos–. Si lo llamás a esta hora capaz que lo enganchás antes de que salga a repartir. El número está en la guía chica, tu mamá la tenía en el cajón abajo del teléfono. Es un cuaderno rojo.

A Elena siempre le volvía a impresionar que ellos conocieran tan bien las intimidades de la casa de su madre.

—Bueno, ¿y a qué hora tendremos que estar ahí?

—A las cinco, puntual.

Elena se levantó y salió.

Tita la siguió, bajándose de la vereda para esquivar a Lola, la perra grande de los vecinos. Una vez a salvo, le ladró desde su vereda propia. Lola ni la miró. Ya en la casa, levantó el teléfono, pero no tenía batería.

—Bueno, nada, nada anda en una casa deshabitada, eso es así –se dijo.

Abrió la heladera, estaba limpia y vacía. En el freezer vio un plato de fideos enmarañados, como habrían salido de la olla, una costeleta, dos empanadas crudas y un recipiente con algo que parecía una salsa blanca, o quizás un resto de bagna cauda. La noción de que esa comida había sido puesta ahí por las manos de su madre unos meses atrás y que podía ser descongelada y vuelta, en cierta forma, a la vida, la conmovió. ¿Habría alguna célula de ella allí? Cuando en los policiales los investigadores forenses buscan el ADN, ¿son células lo que encuentran? Recordó que había leído en alguno de esos artículos sin firma sobre algún descubrimiento en alguna universidad ignota del interior yanqui, que las madres conservan células de sus hijos, desde el embarazo y para siempre, alojadas en algún rincón de su cerebro.

—O sea que unas cuántas células mías se murieron con ella –dijo, hablándole al freezer. Pensó en su madre comiendo sola en el sillón del living, como le gustaba hacer, mirando la tele con una bandeja en la falda; pensó en que el día que había congelado un resto de fideos no sabía que era la última vez, menos imaginar que dejaba cosas que sus hijos iban a comer en vez de ella, en un tiempo no muy lejano. Elena una vez había oído que la madre de su madre, que también se llamaba Elena, había hecho un montón de mermeladas un tiempo antes de morirse y su Tía Gorda le había contado que esos frascos habían durado bastante más allá de su muerte, hasta que los terminaron de consumir. Su tía había conservado el recuerdo de algo sucedido varias décadas antes y aún le asombraba; esto era su equivalente, con algunas actualizaciones tecnológicas.

 

 

Buscó el cuaderno rojo donde le había dicho su tía y llamó desde el celular. La atendió una voz de mujer, soñolienta. Era Elidia, la amiga de su Tía Gorda. Le dijo que ya habían salido a repartir gas, que hasta el lunes no volvían a tomar pedidos. Elena le encargó un tubo grande y cortaron. Se lavó la cara y el flequillo con agua fría, abrió el cajón del lavatorio y sacó un canasto con delineadores de ojos y unas cajitas polvorientas; se pintó discretamente, se puso un perfume de la madre que le gustaba y se quedó esperando que se hiciera la hora. La luz entraba ya de manera muy oblicua al living, iba tocando los objetos como si cada cosa fuera la tecla de un piano o un xilofón. Todo sonaba un poco roto.

A las cinco menos cuarto se puso el abrigo y la bufanda, dejó la cartera, acarició a Tita y le explicó que volvía en un rato. No hacía falta llevar el teléfono. Caminó unas cuadras hasta donde le habían dicho que era el acto, y vio alguna gente yendo para allá. Le iban a poner el nombre de su madre a una calle que bordeaba un barrio de plan que ella había dirigido, como arquitecta, y por el que había peleado contra viento y marea. La iniciativa era de los vecinos, y la municipalidad había accedido. Con esta, ya sumaban tres calles del pueblo con el mismo apellido y en una esquina incluso se cruzarían Patricia Araus, la madre de Elena, con Tomás Araus, el abuelo.

Cuando llegó, toda la parentela ya estaba con sus tapados y anteojos oscuros, al costado de un pequeño podio. El intendente y la secretaria de cultura la saludaron; él había sido su compañero de escuela y a Elena le asombraba verlo de traje, pero más le asombraba verlo de adulto, con los rasgos ensanchados y firmes; lo recordaba flaco, de movimientos ansiosos, con unos ojos celestes que denotaban cierta desesperación. La secretaria de cultura había sido su profesora de inglés, y parecía más joven y más viva que hacía veinte años. Junto al podio, en la esquina, estaba el cura nuevo del pueblo, que ni bien había llegado había entrado en disonancia con una buena parte de la comunidad porque había puesto en venta un terreno perteneciente a la curia para poder arreglar el salón parroquial, que se estaba viniendo abajo. Resulta que en el terreno había una capilla dedicada a la virgen de Schoenstatt, y cuando empezaron a demolerla los fieles entraron en contradicción: ¿no era sacrilegio tumbar una capilla dedicada a la virgen?

Los vecinos que habían hecho la propuesta de ponerle el nombre de su madre a esa calle miraron a Elena con una especie de cariño dolorido. También estaba la banda municipal, seguramente iba a tocar al final del acto. El director era amigo de su hermano y le guiñó el ojo. Si la homenajeada hubiera podido elegir, seguramente habría pedido la “Marcha del Elefantito”. Elena recordó cómo bailaba su madre, en un estilo de señorita de la década del sesenta, moviéndose de adelante hacia atrás como una especie de novia robótica del Agente 86. Unas lágrimas se agolparon en el borde de sus ojos, tibias contra el aire duro. Las palabras ceremoniosas del intendente le dieron tiempo de reponerse y luego siguió la bendición del cura sobre el cartel con el nombre de su madre estampado en letras blancas sobre azul. Habían cubierto el letrero con un pequeño lienzo blanco y Elena tuvo que tirar de una cinta de raso primorosamente anudada para descubrirlo. Cuando le tocó subir al podio agradeció en nombre suyo y de su hermano y dijo algunas cosas que a sus tíos les provocaron pequeños espasmos, que pudo ver de refilón, principalmente la alusión al “tiempo de la política”, como su madre solía referirse a su militancia juvenil. Y luego algunas anécdotas sobre la vuelta al pueblo en búsqueda de un refugio, los sueños perdidos y el encuentro de un sentido y de la alegría en el trabajo con otros.

—Qué cosa loca el cáncer –le dijo la secretaria cuando se bajó del podio, dándole una copia plastificada de la ordenanza que dictaba el cambio de nombre de la calle. También plantaron un lapacho joven en la vereda. Alguna gente la abrazó fuerte, Elena sólo quería irse a su casa a llorar, así que saludó a dos tías más y se escabulló rápido, mientras la banda tocaba una versión de una canción de Radiohead. El director cumplía primero con el repertorio institucional de marchas militares y luego se daba todos los gustos.

 

 

La llegada de la noche ya se anunciaba en la forma de unos rizos fríos en el aire, como guirnaldas finas que le cruzaban la cara al caminar. Sintió un olorcito a leña que le dio ganas de prender la estufa, y eso le hizo olvidar las ganas de llorar. Pasó por la casa de sus tíos, se robó algunos troncos medianos y un frasco de querosén. Al fondo del patio encontró unos tronquitos más pequeños, unas ramas y hojas secas en un tacho.

La madre había diseñado la estufa pero había quedado muy pequeña y a veces tiraba mal, el humo entraba a la casa y la ponía de mal humor, así que tampoco les dejaba prenderla. Recordó las instrucciones básicas para armar una fogata pero no tenía práctica y tuvo que hacer varios intentos hasta que el fuego prendió. Sentía que estaba haciendo una travesura y a la vez le parecía un logro fundacional: si podía con eso, podía con todo.

Buscó en el cuadernito rojo y encontró un número que decía “Kechu”. Llamó y encargó un lomito completo y una cerveza, le dijeron que se lo llevaban cerca de las nueve, porque la cocina aún no estaba marchando. Para calmar el hambre, Elena sacó del freezer el recipiente que tenía algo blancuzco y lo puso en el microondas. Era una bagna cauda, ¡sí! Elena le agradeció a su madre con euforia, lloró un poco y untó un pedacito de pan, quemándose la lengua en el apuro. Calculó que el plato sería del invierno anterior.

Era junio. En enero habían salido de viaje su mamá, ella y su hermano, que nunca habían vuelto a viajar juntos desde el divorcio de los padres, hacía como veinte años. La madre los invitó y se pusieron de acuerdo para viajar a Playa del Carmen, en México. La madre había empezado a tener un poco de fiebre en el vuelo y estuvieron las dos semanas llamando al médico del seguro que le recetó de entrada antibióticos, pensando en una posible infección respiratoria o digestiva, hasta que la mandaron a hacerse unos análisis de sangre en un hospital de Cancún donde le dijeron que podía tratarse de una infección urinaria. El médico que los atendió sólo señaló que había algo un poco anormal en las plaquetas y los glóbulos blancos.

A la vuelta, la madre se quedó en la capital de Córdoba para hacerse estudios médicos, con la idea de volver pronto al pueblo; pero se agravó de manera muy veloz. Murió un mes después, cuando hacía sólo dos días que el equipo médico había encontrado un diagnóstico certero. Tenía un linfoma No Hodgkin de células B, que se había manifestado primero en los pulmones. Elena se instaló en Córdoba ese tiempo y con su hermano estuvieron yendo y viniendo a la unidad de terapia intensiva del hospital, oyendo partes médicos diarios, con esperanzas al principio, y luego con un terror creciente. La madre murió seis meses después de haber obtenido la jubilación a partir de la cual, decía ella, iba a empezar una fase nueva.

 

 

Elena se sentó frente al fuego, cubriendo el piso de piedra con la manta para no enfriarse. Tita se arrebujó al lado, y se quedaron mirando el baile de las llamas como si la estufa fuera un teatro en miniatura. Elena tuvo la sospecha de que todo lo que la rodeaba era ahora nuevo, impropio, un mundo donde las sustancias ya no eran lo que parecían, o por lo menos ya no había una continuidad que le permitiera interpretar los gestos, los signos, el paisaje de siempre. Algo la había separado y ella tenía que encontrar nuevamente un idioma para comunicarse. Lo había notado en la tarde, en la gente, en la calle, en el nombre de su madre sobre el letrero, en los rostros de la familia.

Esa noche volvió a soñar que su mamá estaba enferma pero no lo sabía, y cuando trataban de decirle –había otra gente en el sueño pero no era fácil determinar quiénes eran– ella no les creía. El domingo, apenas se despertó se abrigó y calentó agua en un jarrito en el microondas, mientras desayunaba el resto del lomito. Se llevó el mate y la computadora a la cama, y se puso a ver una serie que había empezado en Buenos Aires. No contestó el teléfono en todo el día y dejó la puerta del garage cerrada, para que nadie pudiera pasar hasta la entrada. Encerrada en su cuarto logró entibiar el aire con una estufa eléctrica, y para salir al baño o a buscar comida se ponía una bata de su madre, hecha de tela polar, que parecía una frazada con mangas, una armadura blanda contra el frío.

El lunes muy temprano la despertó Tita dando un salto en la cama. Bajó la escalera como una flecha y se puso a ladrarle a la puerta, hasta que Elena se levantó. Era el hijo de Elidia, con la garrafa de gas en un carrito. Elena le abrió el portón del patio haciendo un esfuerzo por parecer despierta. El tipo era sin dudas el hombre más lindo del pueblo y sus alrededores, una mezcla muy particular de Tom de Finlandia y Andy García en sus buenas épocas. Hubiera podido hacer carrera en Hollywood, sin duda. Además, amable. Y casado, por supuesto. No le quiso cobrar, le dijo: arreglá con mi mamá después.

Prendió el termotanque y puso la pava sobre una hornalla con la alegría de quien recupera un poder perdido. Mientras tomaba mate se puso a revisar el cuaderno telefónico, con los nombres y números escritos en la letra menuda y hermosa de su madre, una cursiva que parecía modelada en hilos, en pequeñas joyas como esos collares con el nombre de su dueña. Ahí estaba todo su mundo de relaciones y tareas: negocios, servicios, amigos, clientes; cada uno archivado con su nombre propio, o su sobrenombre, y su oficio o vínculo al lado. Micaela – Terminal de Leones; Loro – postes, Chilibroste; Primavera – Alineado y balanceo; Peche – seguro del auto; Marisol – Vivero “La estrella”; y así.

Pensó que podía darse una vuelta por el campo para verlo y traer un poco de leña. Se cambió la bata por una campera, y se subió al auto. Tita se acomodó de un salto, feliz de salir. Era una mañana gris, helada, las nubes tenían los bordes de un celeste plomizo, uno de esos días en que el cielo parece tallado. El campo ya se había vuelto castaño y contraído, esperando el invierno, y el verde de los cipreses iba virando al azul, al costado del camino. Elena manejó por el pavimento cinco kilómetros y frenó en el cruce, bajó al camino de tierra, cruzó la vía y en unos metros ya estaba en la entrada. El portón estaba abierto, entró y manejó por un camino de árboles hasta llegar a la casa. Cuando se bajaba vio salir a Flacura de adentro, con cara de dormido también.

—¡Perdoname por venir sin llamar! –dijo ella juntando las manos.

—Pero no, Elena, por favor, no tenés que avisar –él también parecía avergonzado por la hora; levantarse tarde era un tabú para los adultos del pueblo.

—Quería sacarte un poquito de leña para la casa –Elena se sentía una intrusa.

—Pero claro, tengo un montón, vení, quedate a tomar unos mates –le hizo una seña para que se arrimara, una especie de abrazo abierto al aire como bienvenida.

—Dale –Elena entró a la cocina, notó que las paredes estaban revocadas y los muebles habían sido arreglados, todo parecía más limpio y más vivaz de lo que recordaba–. ¡Está hermosa la casa!

—¿Te gusta? –a él se le iluminó la cara–. Asomate al living a ver si ves algo nuevo.

—Guau, televisor y salamandra… ¡qué avance! ¡Y sillón! Precioso… wow, ¡qué cambio!

—Sí, este invierno me va a agarrar preparado. ¿Te gusta dulce o amargo?

—Amargo, mejor, pero me da igual –mintió Elena.

—Bueno, tomamos amargo entonces –Flacura le dio la espalda mientras tiraba la yerba, lavaba el mate y acomodaba un poco la mesada, cubierta de algunas cosas sucias, pedazos de pan, condimentos, un par de botellas vacías–. Tuve visita anoche –se disculpó–. ¿Y, Elena, viniste a quedarte un tiempo?

—Sí, arreglé mis cosas allá para quedarme un poco, así empiezo a acomodar todo acá. Mi hermano no puede venir, por el laburo, así que decidí arrancar yo.

—¿Ya saben qué van a hacer? –Flacura se arrimó a la mesa y se sentó, mientras esperaba el agua.

—Maso, para serte sincera.

—¿Tu mamá te contó lo que arreglamos?

—Algo me contó, pero viste que fue todo tan rápido que no pudimos organizarnos mucho, y después me tuve que ir, así que bueno, me viene bien charlar con vos.

—Ok. Mirá, tu vieja tenía la idea de empezar a trabajar este campo, seguro que ella te dijo, ¿no?

—Sí, era el plan, a grandes rasgos. Terminar el alquiler con mi tío y empezar a hacerlo producir.

—Sí, trabajarlo ella. El trato que hicimos de palabra, y tu tío está de testigo, era que yo podía quedarme a vivir en la casa a cambio de hacer la siembra del año. Hicimos una cuenta de lo que ella cobraría de alquiler y era más o menos una suma similar a lo que cuesta sembrarlo una vez al año. Fue de palabra, como te digo, pero se puede hacer un contrato de alquiler si ustedes quieren, con la suma equivalente.

—Mirá, eso no sé bien cómo va a ser porque tengo que juntarme con el contador y que me diga qué conviene. No tengo idea de esas cosas técnicas. Pero está bien, nosotros no usamos esta casa y se va a venir abajo. Y la tenés muy linda, muy cuidada.

—Sí… ahora que hace frío es un poco áspero, pero a mí me sirve porque el campito de mi vieja queda acá al frente, entonces yo puedo ir y venir, dejar algunas máquinas acá, y mientras haya movimiento nadie va a entrar a robar.

El viento en las ventanas parecía ir puntuando la charla. Flacura ya no era tan flaco, ahora tenía los cachetes más redondos que en su adolescencia, y el pelo un poco canoso. Desde que se había peleado con Cecilia, la prima hermana de Elena, no se le conocía novia, lo cual le había dado fama de solterón. El living sin dudas era una especie de guarida, con su pantalla gigante, el sillón de cuerina negra y un pequeño aparador con botellas de licores, vinos y whiskies. Pero la cocina parecía la de una señora del pueblo, con sus carpetitas tejidas al crochet, los apoyavasos sobre la mesa y los repasadores limpios, frascos con yerba, arroz y azúcar en fila, todo en un orden apacible y simétrico. Quizás se la había armado la madre.

—Te quiero hacer una pregunta muy, muy básica. Que me da vergüenza.

—Decime, Elena, decime tranquila –él inclinó un poco la cabeza de lado, como para indicar que podía recibir una confidencia con delicadeza.

Elena tosió un poquito y preguntó:

—¿Cuándo se siembra la soja?

Flacura largó una carcajada extensa y variada, llena de compasión, de ternura, quizás un poco de bronca y otras emociones indescifrables para Elena, que se puso rosa, naranja y, por último, roja, de un rojo carmesí que le arrancó unas gotitas de sudor de la frente como semillas, como capullitos, una pequeña cosecha de vergüenza.

—La soja de primera se siembra en primavera. También podés hacer trigo, en otoño, entre ahora y agosto, más o menos. Estarías a tiempo y al campo le vendría bien la rotación. Tu tío lo tuvo haciendo soja muchas campañas seguidas. Ahora es más negocio que antes el trigo, no perderías plata y le das un descanso a la tierra, y un poco de cobertura, sobre todo si lo combinás después con un maíz de segunda. O podés ir intercalando: una soja, un maíz, una soja, un trigo, y así. Yo voy a hacer eso con el terreno de mi vieja, que es parecido a este. Pero eso vas a tener que verlo con algún ingeniero, o con tu tío, que conoce bien el tema.

—Sí, sí, eso mi mamá lo venía hablando con el ingeniero de la cooperativa, que te asesora gratis si comprás ahí, creo. Ella quería trabajar este campo porque es chico y pensaba que le iba a servir para probar y aprender un poco. Ya había sacado el alta de productora en la AFIP, según me dijo. Pero no sé qué nos conviene. Realmente tengo tan poca idea de esto como vos sabrás de arte, ¿no cierto?

Flacura se volvió a reír. Las gotitas en la frente de Elena se habían secado rápidamente y ahora sentía un frío corriéndole por la espalda. No quería decir más de la cuenta porque se sentía insegura y un poco expuesta. Conocía a Flacura desde hacía mucho pero no de manera muy profunda y no entendía qué de todo esto se podía conversar abiertamente. Se cerró la campera y se paró.

—Decime, ¿te molesta si me llevo algunos troncos caídos del camino?

—No, no, por favor. Llevate los que están cortados, vení que te ayudo a cargarlos. O si querés te los llevo más tarde yo con la chata, cuando vaya al pueblo –salieron al aire frío.

—Bueno, me llevo algunos para tirar ahora. Después vemos –dijo Elena mientras abría el baúl del Ford K y empezaban a cargar una pila de troncos, que iba dejando una lluvia de astillas.

—Elena, si querés hablar con alguien en la coope, buscalo a Leandro. Es el ingeniero que la iba a asesorar a tu mamá, trabaja bien, es un tipo serio, aunque le dicen “La Falsa”, por falsa escuadra, ya vas a ver por qué –él se rio con una mirada pícara. Elena le dio un beso y partió, intrigada.

Calculó que con esos troncos podría alimentar la estufa durante todo un día. Calentar la casa la obsesionaba y era difícil porque su madre había ido reformando el espacio, tumbando paredes, y ahora los ambientes eran más difíciles de atemperar. Además, acostumbrada al gas natural en las viviendas de Buenos Aires, que había sido siempre muy barato en comparación con el pueblo, esto ahora le parecía un desafío cotidiano. Le daban ganas de hacer una carpa de pieles alrededor de la estufa, un toldo esquimal, con cueros de oso o frazadas de lana. Podía poner un colchón al medio, y un calentador para cocinar, como en un campamento. Con dos o tres ollas se las podía arreglar perfectamente: una mediana, el tostador, la pava. Un enchufe para el celular, la bata de polar, una botellita de querosén o alcohol para prender la leña, y Tita. Todo debía contraerse en invierno, era lo más sabio desde el punto de vista energético, y el estuche de la casa también: podía adaptarse al tamaño del cuerpo, casi. ¿Para qué tantas ventanas, si la gente acá huye del sol porque la luz es lo que sobra? ¿Por qué tanto espacio, si no hay cómo calentarlo ni enfriarlo, no hay gas natural, la luz es carísima desde siempre?

Elena se iba preguntando todo esto mientras llegaba al pueblo, manejando despacito. Paró en el supermercado, bajó, saludó a la hija del dueño que estaba en la caja y entró. Se detuvo en la parte de las verduras y añoró las lechugas porteñas, rozagantes y variadas. Eligió con cierta repulsión desolada los tomates menos arruinados, y no consiguió ninguna fruta apetecible. Llevó papas, huevos, unos bifes, un paquete de fideos, galletitas, manteca, una botella de vino y soda. Pagó y volvió al auto, donde Tita esperaba ansiosa, dando saltitos contra el vidrio.

Al volver a la casa prendió el fuego, cocinó y comió mirando noticieros y ahí mismo se estiró en el sillón con la manta y Tita a su lado. Concluyó que tenía dos cosas fundamentales que resolver: calentar la casa y decidir si ponía en funcionamiento el campo o lo alquilaba. Se durmió un rato, mientras todo iba quedando en silencio.

 

 

El martes fue a la cooperativa en auto porque sabía que caminando se iba a encontrar con gente, iba a parar a charlar y todo se haría lento. No tenía muchas ganas de que le preguntaran por el padre, por el hermano, si estaba casada, si no tenía chicos, siempre las mismas preguntas. Se bajó en la esquina que recordaba, ahí donde trabajaba su tío Elio cuando era chica y la cooperativa tenía un supermercado, todo amarillo por dentro, con las góndolas blancas. Por entonces uno de los grandes lujos era comprar ciertas cosas enlatadas: porotos, mejillones, alguna ensalada rusa. Una vez, su mamá se resbaló a la salida y las latas volaron y rodaron hasta la calle, y llegó avergonzada a la casa; contaba riéndose que “los muchachos de la mutual” la habían ayudado a levantarse y le habían juntado las latas. Lo había contado tantas veces que Elena ya tenía la imagen del hecho, como si lo hubiera visto, las botas con tacos de su madre resbalando en la vereda, las latas, la calle, los hombres.

Abrió la puerta gigante del edificio y entró, pero para su sorpresa lo que vio fue un montón de figuras de metal, carteles, gomas y repuestos de cosechadoras. De una puerta salió Ángel Bertea, un viejo amigo de su madre, y le preguntó qué buscaba, con cara de sorpresa. Elena tartamudeó y le dijo que se había equivocado. Cosa que era totalmente cierta, porque la cooperativa había cambiado de edificio hacía por lo menos veinte años y lo que ella había intentado hacer era atravesar un umbral temporal, como si el tiempo fuera un lugar, y pudiera rebobinarlo simplemente cruzando una puerta que hacía mucho no cruzaba. No quiere esto decir que Elena supiera lo que hacía, no. Pero era eso.

Aturdida, manejó hasta el edificio actual de la cooperativa. Entró, pasó por el área de los empleados de oficina, todos hombres, como monjes, escribiendo en computadoras y biblioratos, serios, mirando de reojo, y preguntó por el ingeniero, que contaba con una oficina propia, o al menos con un pequeño cubículo con su escritorio separado de los demás. Ella lo llamó por su nombre, para empezar. Él la saludó con una sonrisa correcta y breve. Era alto y tenía los hombros muy desnivelados, lo cual explicaba el sobrenombre. También tenía un flequillo a dos aguas, inexplicable, y aparatos en los dientes, que daban cuenta de alguna intención de coquetería, a pesar de todo.

—Decime, ¿en qué te puedo ayudar? –le preguntó Leandro con un gesto de gravedad que a Elena le pareció un poco exagerado. Le describió la situación abiertamente: tenía un campo de 45 hectáreas que había estado siempre alquilado. El lote estaba pegado a la ruta y a cinco kilómetros del pueblo, y por lo que sabía era buena la tierra, no se inundaba y rendía bien. Esto la hacía fácil de alquilar, pero como su mamá había tenido la idea de empezar a trabajarlo querían ver con su hermano si era posible empezar ese año.

—Sí, sí, estuvimos conversando con tu mamá antes de que pasara lo que pasó, lo siento mucho.

—Gracias. El campo es el que está al frente de la vía, donde topa el camino a La Carlina, al lado del campo de Bérola. ¿Te das cuenta?

—Sí, Marante le llaman, ¿no?

—Sí, le quedó el nombre de su dueño anterior.