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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2002 Carole Mortimer

© 2015 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Un corazón acosado, n.º 1389 - septiembre 2015

Título original: To Marry McAllister

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español 2003

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-6858-8

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

MCALLISTER, ¿verdad?

Brice se irguió un tanto resentido ante la intrusión de su intimidad, ¡si se podía decir que había intimidad en medio de una fiesta de celebración de una victoria política!

En condiciones normales él no habría estado en semejante fiesta, pero la hija más pequeña del recién nombrado miembro del parlamento se había casado con su primo Fergus seis meses antes, y, esa noche, toda la familia había sido invitada a casa de Paul Hamilton para celebrar que había sido reelegido. Habría resultado de mala educación negarse a asistir.

No era que le desagradara especialmente que lo llamaran por su apellido, que le recordaba sus días de colegio, pero el tono de aquel hombre le pareció especialmente irritante por su arrogancia casi rozando la condescendencia.

Se giró lentamente y se encontró cara a cara con un hombre que estaba seguro no conocía. Era alto, con el pelo rubio y algo canoso en las sienes, alrededor de los cincuenta, con un atractivo a tono con la arrogancia que Brice había captado en su voz.

–Brice McAllister, sí –corrigió, con frialdad.

–Richard Latham –dijo el hombre, extendiéndole la mano para saludarlo.

Richard Latham… a Brice le resultaba conocido el nombre, pero no la persona…

Le estrechó la mano brevemente, no muy dispuesto a seguir la conversación. Brice nunca había sido un hombre especialmente sociable, y consideraba que, por esa noche, ya había cumplido, y solo estaba esperando a que la fiesta se calmara un poco para poder marcharse de allí.

–No tiene ni idea de quién soy, ¿verdad? –continuó el hombre, divertido más que irritado por ello.

Tal vez Brice no supiera quién era aquel hombre, pero lo que sí sabía era que se trataba de un tipo persistente. Había dicho que su nombre era Latham, el mismo nombre que el otro yerno de Paul Hamilton, el cuñado de su primo Fergus, lo que quería decir que pertenecía de alguna forma a la familia Hamilton, pero algo le decía a Brice que no era a eso a lo que aquel hombre se refería.

Contuvo un suspiro de impaciencia. Eran casi las siete y hacía largo rato que llevaba pensando en marcharse con el pretexto de otro compromiso al que asistir, pero antes tendría que librarse de esa conversación inoportuna.

–Me temo que no –respondió Brice, sin disculparse. No era la primera vez que un extraño lo abordaba en medio de un acto social como aquel, pero aun así, no era algo que le gustara demasiado.

Aunque tenía que reconocer que, siendo un artista de cierta fama, tenía que aguantar esas situaciones. Ese hombre, con su indiscutible arrogancia, parecía tener bastante interés en él desde el principio.

–Mi secretaria le escribió dos veces el mes pasado respecto a un retrato que me gustaría le hiciera a mi prometida –contestó Richard Latham, enarcando las cejas rubias ante una respuesta tan directa.

¡Ese Richard Latham! Multimillonario, hombre de negocios, conocido por sus relaciones con algunas de las mujeres más hermosas del planeta, casi tanto como por sus éxitos profesionales. Sin embargo, Brice no tenía ni idea de quién podría ser su prometida en ese momento.

–Como ya le expliqué por escrito a su secretaria, me temo que no hago retratos –contestó Brice con educación. Y no le había apetecido responder a la segunda carta que había recibido de la secretaria una semana después para explicarlo todo de nuevo.

–Eso no es cierto –replicó Richard Latham de repente mientras sus ojos azules estudiaban la expresión deliberadamente impasible de Brice–. He visto el magnífico retrato que hizo de Darcy McKenzie.

–Resulta que Darcy es la mujer de mi primo Logan –respondió Brice, sonriendo ligeramente.

–¿Y? –espetó Richard Latham, frunciendo el ceño.

–Eso fue una excepción. Un regalo de boda –contestó Brice, encogiéndose de hombros.

–Bueno, este también será un regalo de boda… para mí –dijo Richard Latham, con una arrogante inclinación de cabeza.

Brice supo que se trataba de un hombre que no estaba acostumbrado a oír la palabra no, de nadie. Pero él simplemente no se dedicaba a hacer retratos, además de no tener ningún deseo de pintar el capricho de un rico para que pudiera colgarlo en alguna pared de su elegante casa, firmado por «McAllister».

–Lo siento mucho, de verdad –comenzó Brice, que se detuvo al quedar la sala totalmente silenciosa, centrando toda la atención en la mujer que estaba de pie en la puerta de entrada.

Sabina.

Durante los últimos dos años, Brice había visto fotografías de la famosa modelo; habría estado ciego para no hacerlo. Apenas pasaba un día sin que apareciera fotografiada en algún desfile de moda, una fiesta, o algún acto público, pero ninguna de esas fotografías habían preparado a Brice para aquello; la más absoluta perfección, la suavidad de la piel que se dejaba ver bajo el diminuto vestido plateado que llevaba puesto, aquellas larguísimas piernas perfectamente torneadas, unos ojos de un azul luminoso, y el largo cabello del color del trigo maduro rozándole la delgada cintura.

Apenas llevaba joyas, pero tampoco las necesitaba.

Volvió a fijar su atención en los ojos. Eran luminosos, sí, con un finísimo círculo negro rodeando el iris azul celeste. Pero había algo más en la mirada de la mujer, algo que Brice apreció por la forma en que ella miraba la sala. Era algo como aprensión, se diría que incluso miedo…

Entonces, aquellos ojos asombrosos parpadearon, oculta la emoción tan rápidamente como el ojo experto de Brice lo captó. Luego, recobró la confianza en sí misma al mirar en la dirección de este.

–Perdóneme un momento. He de saludar a mi prometida –murmuró Richard Latham burlonamente mientras se alejaba de Brice y cruzaba toda la sala para dar un tierno beso en la mejilla a Sabina. Puso su brazo posesivo sobre los delgados hombros y esta lo miró sonriente.

Brice se dio cuenta al mirarlos de que ella sí llevaba alguna joya; en el dedo anular izquierdo brillaba un enorme diamante con la forma de un corazón. ¿Sabina era la prometida de Richard Latham, la que él tenía que retratar…? ¡La única mujer en el mundo que, después de verla en carne y hueso, sabía que simplemente tenía que pintar!

No era solamente por su belleza, por muy espectacular que fuese. No, era esa emoción oculta lo que intrigaba a Brice, aquel fogonazo de miedo y vulnerabilidad que hacían de Sabina algo más que una mujer hermosa. Era una emoción que él quería explorar, aunque solo fuera sobre un lienzo…

 

 

–Siento llegar tarde –Sabina sonrió dulcemente a Richard–. Me temo que Andrew ha tenido muchas dificultades con las prendas hoy –dijo haciendo una mueca un tanto despectiva al referirse al diseñador con el que había estado trabajando ese día. Andrew era probablemente uno de los mejores, pero sus constantes cambios de humor hacían que fuera terrible trabajar con él.

–Pero ahora estás aquí, que es lo único que importa –contestó él, mientras se daba la vuelta para entrar en la sala de nuevo.

Sabina se relajó entonces. Era maravilloso tener a alguien a su lado que no se enfadaba por los cambios de planes que se producían relacionados con su trabajo. Y, afortunadamente, parecía que la gente había vuelto a la conversación animada que se interrumpiera con su llegada. Después de siete años trabajando como top model, Sabina no lograba acostumbrarse a la forma en que la gente se paraba para mirarla, y había tenido que construirse un escudo protector que la ayudara a esconder la consternación que le producía ver el efecto que su aspecto tenía en la gente.

El único lugar en el que parecía estar a salvo de ser reconocida era en una hamburguesería a la que le encantaba ir. Nadie habría creído nunca, a juzgar por su esbeltez, que Sabina, la modelo, vestida con unos vaqueros y una camiseta, y con el pelo en una coleta bajo una gorra de béisbol, pudiera comerse una hamburguesa con patatas fritas. Pero, por muy escépticos que algunos reporteros pudieran mostrarse, que aseguraban que solo se alimentaba de lechuga y agua para mantener su espléndida figura, era en realidad una de esas personas afortunadas que podía comer lo que quisiera sin engordar un gramo.

Sin embargo, tenía que reconocer con tristeza, que hacía mucho tiempo que no se había atrevido a hacer una de esas visitas sorpresa a su lugar favorito; seis meses, exactamente…

–Quiero que conozcas a alguien, Sabina –continuó Richard–, que también quiero que te conozca –añadió con satisfacción.

Sabina lo miró inquisitivamente, pero no pudo leer nada en su rostro mientras este la conducía a través de la sala hasta el hombre con quien lo había visto charlar cuando llegó. Era un hombre alto, algo más que Richard, treinta y tantos años, vestido con estilo informal, vaqueros azules, camiseta blanca y chaqueta negra, con el pelo largo y una belleza un tanto indomable. Pero fueron los ojos verdes los que llamaron la atención de Sabina, unos ojos penetrantes que parecían capaces de leerle la mente.

–Brice, me gustaría que conocieras a mi prometida, Sabina. Sabina, este es Brice McAllister –dijo Richard, haciendo las presentaciones.

Ella sabía que Richard estaba muy orgulloso de ella, pero en ese momento pareció estarlo aún más de lo habitual. Sabina miró al hombre con curiosidad. Brice McAllister. ¿Lo conocía…? ¡El artista! Brice McAllister era uno de los artistas más famosos en el mundo en ese momento, pero ni siquiera eso explicaba la actitud de Richard hacia él…

–Señor McAllister –saludó ella, con frialdad.

–Sabina –contestó él, asintiendo bruscamente con la cabeza–. ¿Tiene usted apellido? –añadió burlonamente.

–Smith –contestó ella secamente–. Pero no lo sabe mucha gente. Mi madre se esforzó por encontrar un nombre exótico que alejara la atención de un apellido tan normal.

Sabina se dio cuenta de pronto de que estaba hablando por el simple gusto de hacerlo, y con un hombre que instintivamente la hacía sentir incómoda, y frunció el ceño. Pero no podía evitar hacerlo con aquellos profundos ojos verdes mirándola atentamente…

–Eres Sabina, sin más –intervino Richard, con su habitual arrogancia.

¿Acaso habría sentido él también la intensidad de aquella mirada verde esmeralda?

Un temblor recorrió el cuerpo de Sabina y la empujó a buscar la seguridad junto al cuerpo de Richard.

–Prometo no decírselo a nadie –contestó Brice McAllister, divertido.

Sin embargo, había algo en aquel hombre que no encajaba con una imagen de bromista. Estaba segura de que podía ver en su interior.

«¿Qué es lo que habrá visto?», se preguntó Sabina. Esperaba que solo cariño y bondad. También buen humor y risas. Lealtad y honor. Pero también aprensión y miedo… ¡No! Ella siempre tenía mucho cuidado de ocultar esos sentimientos. Aunque no le resultara tan fácil cuando estaba sola, razón por la que hacía todo lo posible por no quedarse a solas con sus pensamientos…

–Su prometido y yo estábamos discutiendo sobre la posibilidad de hacerle un retrato –dijo Brice McAllister para romper la tensión.

Sabina frunció el ceño, perpleja, dirigiendo su mirada a Richard. Este no le había mencionado nada al respecto y, por su parte, ella tenía claro, a pesar del breve tiempo que había pasado en la inquietante compañía de Brice McAllister, que era el último hombre con el que quería estar a solas.

–Me temo que Brice acaba de estropear mi sorpresa –contestó Richard, sonriendo con desprecio, antes de lanzarle una mirada desafiante al hombre–. Veo que ha reconsiderado la idea de hacer el retrato de Sabina después de todo –dijo arrastrando las palabras en tono burlón.

Sabina miró a Brice McAllister también, entendiendo por las palabras de Richard que la cuestión del retrato no había sido tan fácil como el artista había querido dar a entender… Y si no había sido así, ¿por qué había cambiado de idea? Si lo había hecho era por algo…

–Es una posibilidad –Brice McAllister se encogió de hombros sin inmutarse–. Tendría que hacer unos cuantos bocetos antes de tomar una decisión en firme –sonrió, con una mueca–. Pero le aviso que no hago los típicos retratos mostrando la dulzura y la hermosura.

¡Estaba dando a entender que ella era una de esas bellezas típicas! Estaba claro que no era el hombre más encantador que había conocido en su vida, admitió Sabina con tristeza, pero al menos era sincero. Tal vez lo que quería decir era que no solo quería reproducir el físico de una persona, sino también lo que había en su interior. Tal vez su instinto femenino estaba en lo cierto respecto a que aquel hombre podía ver el interior de las personas.

–Así es que también le interesan los defectos –dijo Richard con sequedad–. Bien, como puede ver, Sabina no tiene ni uno solo –dijo mirándola con orgullo.

Sabina miró a Brice McAllister, pero tuvo que retirar la vista rápidamente al ver el absoluto desdén con que observaba la actitud posesiva oculta bajo aquel orgullo de Richard. Pero la intensidad de la mirada del artista en ella parecía no dejarle ver con claridad lo que significaba esa actitud: orgullo ante la posesión de un objeto bello.

–Creo, Richard, que tal vez no seas del todo imparcial –dijo ella con voz ronca–. Y también creo que ya le hemos robado demasiado tiempo al señor McAllister por esta noche –añadió, con perspicacia, deseosa de verse libre de la intensidad de aquella punzante mirada verde.

No le había gustado aquel hombre. Había algo en su forma de mirarla que la hacía sentir incómoda, y cuanto antes se viera lejos de él, mejor se sentiría.

–Si me da su número de teléfono y su dirección, tal vez pudiera llamarla y acordar un día para hacer esos bocetos –dijo Brice.

Sabina tragó con dificultad, no tenía la más mínima intención de que aquel hombre supiera de ella más de lo que había visto hasta el momento.

–Eso es fácil. Tenemos la misma dirección y teléfono –dijo Richard burlonamente mientras sacaba una tarjeta de visita y se la entregaba–. Si ninguno de los dos estamos en casa cuando llame, puede dejarle el mensaje a nuestra ama de llaves.

Sabina pudo sentir de nuevo la intensidad de los ojos verdes del hombre clavados en ella al cobrar conocimiento de que vivían juntos en la casa de Richard, Mayfair. Sus labios se contrajeron en un gesto desaprobatorio y los ojos se tornaron fríos mientras la examinaban.

Sabina soportó con dignidad el desdén en la expresión de Brice McAllister mientras la miraba, aunque no pudo controlar el rubor en sus mejillas.

Sabina lo maldijo. ¿Quién se creía que era para juzgarla? Tenía veinticinco años, por amor de Dios, edad suficiente para tomar sus propias decisiones, sin tener que responder ante nadie más que ella misma. Y era muy feliz viviendo con Richard.

¿Tal vez se había puesto un poco a la defensiva?

Tal vez, pero Brice McAllister no sabía el acuerdo que habían alcanzado Richard y ella cuando se comprometieron siete meses antes, no podía tener ni idea de que el compromiso no era más que una fachada, porque estaba basado simplemente en cariño, no en amor. Era en realidad un escudo que la protegía del miedo con el que había vivido los últimos seis meses, a cambio de que él pudiera presumir de ella. Y por muy extraño que pudiera parecer, ella se había dado cuenta, en los últimos meses, de que eso era lo único que quería de ella…

No cabía duda de que a cualquier otra persona su compromiso le habría parecido extremadamente extraño, pero para ellos estaba bien. ¡Y no era asunto de aquel Brice McAllister!

–La llamaré –dijo Brice, arrastrando de nuevo las palabras, con sorna, guardando la tarjeta de Richard en el bolsillo de la chaqueta, antes de despedirse con una inclinación de cabeza. Se alejó entonces de ellos en dirección a una pareja que le hacía carantoñas a un bebé.

–El primo de Brice, Logan McKenzie, y su adorable esposa Darcy –murmuró Richard al oído de Sabina.

A esta no le interesaba en absoluto quiénes eran aquellas personas, ni la relación que tuvieran con el arrogante Brice McAllister; lo único que sabía era que la alegraba verse libre de él. Ya podía respirar tranquila de nuevo.

En realidad, ni siquiera se había dado cuenta de que había estado conteniendo el aliento hasta que Brice se hubo marchado, y entonces, había tenido que tomar aire profundamente varias veces para recuperarse.

Lo que sí sabía era que no tenía la más mínima intención de quedarse a solas en casa con aquel hombre en caso de que este la llamara.

Y, mientras tanto, hizo todo lo posible para convencer a Richard de que cambiara de idea en cuanto a lo del retrato…

 

 

–Me temo que la señorita Sabina no está en casa –contestó el ama de llaves por quinta vez esa semana.

Brice sabía exactamente que era la quinta vez que había telefoneado y obtenido la misma respuesta y estaba empezando a perder la paciencia. Sobre todo porque estaba seguro de que la hermosa Sabina le estaba dando largas.

Por la expresión de su cara al oír que Richard quería que él la retratara, sabía que Sabina no compartía el deseo. Lo que, para ser sinceros, no hacía más que aumentar su determinación a hacerlo.

–Gracias por su ayuda –respondió Brice al ama de llaves, preguntándose dónde podría encontrarla. Estaba claro que lo de telefonearla para convenir el día adecuado para hacerle unos bocetos no estaba dando resultado.

–Le diré a la señorita que la ha llamado –dijo el ama de llaves antes de colgar.

Como si aquello fuera a ayudarlo mucho. Estaba seguro de que Sabina ya sabía que la había llamado cuatro veces, cinco con esa, y a pesar de haber dejado su número de teléfono, esta no le había devuelto la llamada.

«Si yo fuera usted, me mantendría alejado de mi tío Richard. Le gusta coleccionar objetos preciosos, y considera a Sabina como parte de su colección. La expresión ‘la oveja negra de la familia’ adquiere con él una nueva dimensión», le había dicho David Latham cuando Richard y Sabina se hubieron marchado de la fiesta.

Richard Latham no era en quien Brice estaba interesado, aunque no había otra forma de acceder a la bella Sabina aparte de él…

Para ser una figura pública, Sabina tenía cierta tendencia a recluirse, y nunca hacía su aparición en ningún sitio si no iba acompañada del atento Richard, o alguno de sus empleados. Brice lo sabía porque había asistido a un desfile benéfico el fin de semana anterior con su primo Fergus, y Chloe, la esposa de este, que era diseñadora, porque sabía que Sabina desfilaría. Pero allí se dio cuenta de lo inaccesible que era, parapetada tras una mole humana, que lo detuvo cuando intentó hablar con ella detrás del escenario al término del desfile.

No apareció en la recepción que se celebró después, y Brice supo que Sabina había sido introducida en un coche nada más terminar el desfile.

Sabina confería un nuevo significado a la palabra esquiva, y para ser sinceros, Brice ya había tenido suficiente.

Estaba además bastante seguro de que Richard Latham no tenía ni idea de que Sabina había estado evitando sus llamadas, y parecía muy decidido a hacer que Brice le hiciera un retrato a su prometida.

No tardó mucho en llegar a Mayfair; el Mercedes deportivo de la puerta indicaba que había alguien en casa. En ese momento, no le importaba si era Sabina o Richard, tan solo quería conseguir la cita.

No sabía por qué, pero se había quedado muy sorprendido cuando Richard Latham le había dicho que compartían casa, y por tanto, suponía que cama también. Había algo en Sabina que la hacía intocable a sus ojos, una distancia que mantenía alejados a todos los que estuvieran a su alrededor. ¡Obviamente eso no incluía a Richard Latham!

–¿Sí?

Brice había estado tan perdido en sus pensamientos, que no se había dado cuenta de que habían abierto la puerta al oír el timbre, y una mujer mayor, obviamente el ama de llaves con la que había hablado tantas veces por teléfono, lo miraba interrogante.

–Me gustaría ver a Sabina –dijo Brice, con determinación.

–¿Está usted citado con ella? –preguntó la mujer alzando las cejas oscuras.

Si fuera así, no estaría allí. Brice trató de controlar su enfado. Después de todo, no estaba enfadado con esa pobre mujer.

–¿Podría decirle a Sabina que el señor McAllister desearía verla? –dijo, haciendo gala de toda su buena educación.

–¿McAllister? –repitió la mujer frunciendo el ceño, volviendo la vista hacia el interior de la casa por detrás de sí–. ¿Pero no es usted…?

–¿El hombre que ha telefoneado media docena de veces la última semana para hablar con Sabina? Sí, el mismo. Y ahora, ¿podría decirle, por favor, que estoy aquí?

–Pero…

–Está bien, señora Clark –la voz de Sabina sonó y al momento apareció en la puerta–. Por favor, entre al salón, señor McAllister –invitó con frialdad.