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Dedico este libro a mi mujer, Rowfreta Leslie Lowen,
cuyos hermosos ojos reflejaban el amor a la vida.

ALEXANDER LOWEN

Agradecimientos

Quiero dar las gracias a Robert Glazer, por editar mi autobiografía con energía y dedicación. Aprecio también los consejos de organización de Harris Friedman, y la ayuda que recibí de Alice Allen para editar este libro. De igual modo, quiero agradecer a Savi Maharaj y a Kristin Saunders las muchas horas que emplearon en la transcripción de mi manuscrito al ordenador. Estoy en deuda con Mónica Souza, quien ha sido mi secretaria, ama de llaves y dulce amiga desde el fallecimiento de mi esposa.

Prefacio

Conozco a Alexander Lowen desde hace más de treinta años, y realizamos juntos formación y terapia desde 1975 a 1982. Nos tenemos un gran aprecio y respeto, y compartimos una profunda estima por el análisis bioenergético. He practicado esta disciplina y he dirigido la Sociedad de Florida de Análisis Bioenergético desde el año 1984. Nuestro programa de formación tiene más de veinte años.

En el otoño de 2002, la mano de Dios bajó del cielo (como me gusta decir) y nos tocó al doctor Lowen y a mí. Después de muchos años sin contacto, le telefoneé un día para comentarle que quería reeditar sus libros agotados. Su respuesta fue:

—Envíame un contrato, pero necesitaré ayuda con mi autobiografía.

Unos meses después, su hijo Fred me contó que la secretaria que había estado trabajando con él en su autobiografía se había marchado ese mismo día sin previo aviso.

Desde las navidades de 2002 hasta las de 2003, visité a Al en New Canaan en cuatro ocasiones. Cuando el clima era propicio, salíamos a pasear y conversar al menos tres veces al día. Hizo algunas sesiones conmigo. Revisamos juntos el manuscrito que escribió en el año 2000 y unos textos más breves que le había dictado a su secretaria en 2002. En esas conversaciones, Al respondió a todas y cada una de mis preguntas. Matizó sus creencias respecto al análisis bioenergético, sus sentimientos hacia Wilhelm Reich, sus experiencias de vida más significativas, su matrimonio y sus aprendizajes con la sexualidad, la energía y Dios. No evitó ni dejó sin respuesta ningún tema.

Al principio del proceso editorial, le dije:

—Tu historia es valiosa y merece que la cuentes.

Tras finalizar la edición, estoy muy satisfecho de que su extraordinario testimonio haya salido a la luz.

La suya es una historia que merece contarse por la multitud de personas a las que ha transformado gracias a su trabajo, la fuerza de su carácter y su inquebrantable devoción por el cuerpo como camino hacia la salud emocional. En Honrar al cuerpo nos muestra con toda inocencia cómo sus experiencias personales y su historia psicológica lo llevaron a desarrollar la bioenergética. Es un hito para la psicología contemporánea y la psicoterapia afrontar el dolor y la enfermedad emocional, tan habituales en nuestra cultura.

Sin embargo, ¿cómo es personalmente Al? Muchas veces lo he descrito como «la persona que tiene más clara su identidad de cuantas he conocido». Esto significa que jamás oculta sus opiniones, sean agradables o no, ni elude nada significativo que haya abordado, especialmente cuando se trata de emociones y fuerza vital. Su excepcional contribución en el campo de la psicoterapia al otorgarle al cuerpo el papel que merecía, se ha visto reforzada con su gran energía y, aunque no suele mencionarse, con su inocencia y calidez humana. De las muchas experiencias que compartimos en 2003, hay tres historias que describen perfectamente su naturaleza.

Desde que Leslie falleció, Al ha contado con un ama de llaves y secretaria que lo cuida y organiza su trabajo. Mónica Souza es una mujer brasileña de treinta y siete años que está en casa de Al de lunes a viernes, veinticuatro horas al día. Ella me contó que un día muy frío de invierno en Connecticut tuvo que salir a quitar la nieve amontonada en la entrada de la casa. Conociendo la naturaleza de Al, decidió esconderle las botas de nieve y decirle que se marchaba. Unos minutos después, cuando había empezado a apartar la nieve, Al salió y comenzó a cavar con ella. Lo miró y le dijo:

—Eres imposible.

Él le respondió:

—Sí, lo soy.

A los noventa y dos años, todavía era imposible reprimirlo.

Mónica también me contó que no puede ocultarle a Al sus sentimientos y que él cuida de ella. Una vez, Al tuvo un invitado que era un hombre muy importante, de gran ambición. Durante su reunión con él, Mónica estaba cerca y el invitado le ordenó con muy poca educación que le trajera algo de la cocina. Mónica cumplió la orden, pero Al notó que se sentía incómoda. Cuando regresó, mi amigo le llamó la atención a su invitado por cómo se había dirigido a ella, y le sugirió que se disculpara.

Cuando Al y yo estábamos trabajando en el libro, me dijo:

—Bob, parece que estás disfrutando con esto.

Reflexioné durante un momento y, como tenía razón, le respondí:

—Lo estoy.

Al y yo sabíamos lo importante que era este libro para él, pero aun así añadió:

—Si no te resulta placentero, no lo hagas.

Si yo no hubiera disfrutado con el proyecto, él habría aceptado darlo por terminado.

La gente que Al conocía en la comunidad de New Canaan (vendedores, taxistas, dueños de restaurantes) siempre lo trató con cariño. A muchos los conocía desde hacía más de treinta años, y yo mismo he sido testigo de que siempre lo trataron con respeto y de que realmente disfrutaban charlando con él.

A pesar de todo lo que logró, jamás perdió su sinceridad y su amabilidad.

A lo largo de su vida, Alexander Lowen obtuvo cuatro títulos universitarios: tres licenciaturas, en ciencias, derecho y medicina, y el doctorado en derecho. Desarrolló las ideas de Wilhelm Reich dentro de la teoría del análisis bioenergético y creó una organización extensa y viable, el Instituto Internacional de Análisis Bioenergético (IIAB), para apoyar y promover su estilo terapéutico. El IIAB cuenta hoy día con más de mil quinientos miembros y cincuenta y cuatro centros de formación en todo el planeta –el análisis bioenergético no solo se practica en Estados Unidos, sino en todo el mundo, como Canadá, Israel, Nueva Zelanda, Australia, Japón y varios países de Europa y Latinoamérica–. Al es autor de doce libros (muchos han sido traducidos a más de ocho idiomas) y de numerosos artículos y otras publicaciones profesionales. También ha presentado sus ideas en innumerables entrevistas, vídeos y audiolibros, y ha dado charlas por todo el mundo. La creación del Diario de análisis bioenergético le ha aportado grandes satisfacciones, puesto que ofrece un foro constante para examinar y desarrollar sus ideas. Sin embargo, al preguntarle qué es lo que ha dado más sentido a su vida, responde sin dudar:

—Sentir el placer y la vida del cuerpo.

He tenido el honor de explicar la vida de Alexander Lowen. Es la historia de cómo honró al organismo y sanó la división entre cuerpo y mente. Durante el camino, ha ayudado enormemente a la humanidad. El análisis bioenergético tiene más de cincuenta años, y Alexander Lowen, noventa y tres. Lo que tiene que decir en su autobiografía es un compendio de sabiduría que todos podemos compartir. Su constante búsqueda de la alegría y el placer en la vida nos invita a honrar nuestros cuerpos.

Robert Glazer,

junio de 2004

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Título original: Honoring the Body

Traducido del inglés por Editorial Sirio, S.A.

Diseño de portada: Editorial Sirio, S.A.

Composición ePub por Editorial Sirio, S.A.

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Honrar al cuerpo
PORTADILLA

Introducción

Si eres capaz de aceptar la realidad que te impone la vida, podrás vivir más tiempo. Es lo que me ha permitido a mí alcanzar los noventa y tres años de edad. Fui criado para valorar la mente y el intelecto por encima del cuerpo. Sin embargo, esa idea iba en contra de mi propia naturaleza. Sanar la división existente entre mi mente y mi cuerpo ha sido el reto de mi vida. Durante los sesenta años en que he practicado la psicoterapia, he aprendido que el camino hacia la salud emocional debe pasar por el cuerpo. El propósito del análisis bioenergético siempre ha sido sanar esa división.

Honrar el valor del cuerpo se convirtió en el trabajo de mi vida. En mi caso, la división entre cuerpo y mente se produjo a causa de las diferencias entre mis padres. Mi padre era un hombre inclinado a los placeres, sin ambiciones y de carácter agradable. Mi madre, en cambio, era rígida, exigente y nunca estaba satisfecha. Eran inmigrantes rusos con una vida dura y carente de amor, y solían decir que estaban juntos por sus hijos. Vivían en un estado de negación y resignación, y se aferraban en sus posiciones de que él nunca conseguía suficiente dinero y que ella no estaba interesada en el sexo.

Pasé mi infancia jugando en las calles de Harlem y mi adolescencia jugando al balonmano. Descubrí que la actividad física me permitía estudiar con mayor ahínco. Cuando estudiaba en la universidad encontré trabajos en campamentos de verano que me permitieron bailar y acercarme a las chicas por primera vez. Invitar a mi futura esposa, Leslie, a que posara para un libro sobre ejercicios que proyectaba escribir me llevó a cortejarla. Por desgracia, fui criado en un ambiente en el que la sexualidad era un tema vergonzoso y humillante. Mi madre solía quedarse en mi habitación para asegurarse de que tenía las manos encima del edredón cuando me iba a dormir, lo que se prolongó hasta que dejé de permitírselo. Para ella, el sexo era algo sucio.

Sin embargo, el destino me llevó a estudiar y hacer terapia con Wilhelm Reich cuando cumplí los treinta. Su fuerza y sus convicciones sobre una sexualidad sana me ayudaron a liberarme de la culpa que sentía en torno al sexo. Trabajando con él en mis sesiones de terapia, sentí el poder del reflejo del orgasmo, la capacidad del cuerpo para moverse en contracciones involuntarias, para liberar tensión y sentir el flujo de excitación y placer. En las sesiones, Reich siempre ponía especial énfasis en la respiración, aunque según sus palabras uno no debía forzarla; el objetivo era abrir las vías respiratorias. El valor y la integridad de Reich me permitieron desafiar la división entre cuerpo y mente, mostrándome una y otra vez mis mecanismos de defensa regresando a la mente.

Reich, autor de Análisis del carácter, no se centraba en ello durante nuestras sesiones. Cuando le dije que quería ser famoso, no vio mi herida narcisista. Ambos sentíamos un profundo respeto por el propio intelecto y por el del otro. Su agudeza conmigo fue reconocer que mi intelecto funcionaba bien y que debía trabajar con mi cuerpo. Y cambió mi vida.

El punto de inflexión de mi terapia llegó tras dos años y medio, con tres sesiones por semana. Hacía mucho tiempo que había logrado que mi cuerpo respirara, se relajase y expresase el reflejo del orgasmo regularmente, pero aun así continuaba teniendo una personalidad neurótica. Reich me miró y me indicó:

—Lowen, vas a tener que dejar esto.

Quería decirme que la terapia había fracasado y que no tenía otra opción que aceptarlo. Entendió intuitivamente que eso demolería mis mecanismos de defensa y me permitiría abrirme de nuevo, y así ocurrió. Lloré profunda y desesperadamente, mi cuerpo se relajó, y comenzó un nuevo capítulo en mi proceso de sanación.

Fundé el análisis bioenergético para ayudar a la gente, para expresar mi creatividad y para contribuir a aclarar la complejidad existente en la división entre mente y cuerpo. El diagrama de Reich sobre la dicotomía de esta división impulsó mis primeros estudios:


PAG 18-2


En mi libro La espiritualidad del cuerpo, escrito en 1990, el diagrama adquirió esta forma:


PAG 18


La vida contemporánea fomenta nuestras divisiones, poniendo todo el peso en la cabeza, el intelecto y el éxito. La profundidad de la división actual entre cuerpo y mente resulta enfermiza. Cuando comencé a practicar terapia en los años cincuenta, me centré en el análisis del carácter. Mi primer libro, La dinámica física de la estructura del carácter, que ahora se llama El lenguaje del cuerpo, trataba sobre los diferentes tipos de carácter. Ahora me centro en la energía, trabajando especialmente con los pies y la base del cuerpo. Actualmente, muchos terapeutas temen el poder de las convicciones. Adoptan el rol de consejero, confidente o analista, pero nunca el de líder. El liderazgo implica dirección y sentir con firmeza tus propias creencias y posicionamientos. Incluso muchos terapeutas bioenergéticos se alejan de las prácticas duras de trabajo corporal sin haber afianzado la base de su propio cuerpo, lo que resulta necesario para ser modelo y líder para sus pacientes.

En estos momentos hago alrededor de siete u ocho sesiones de terapia por semana. Trabajo con pacientes que vienen a New Canaan para experimentar mi versión del análisis bioenergético. Las raíces de la bioenergética surgieron de mis propias experiencias terapéuticas con Reich. En aquella época la terapia reichiana se desarrollaba con el paciente acostado sobre una alfombrilla en el suelo o sobre una cama. Durante una sesión en particular, mis emociones me obligaron a ponerme en pie frente a la cama y a golpearla con ira. Eso era algo muy inusual en la terapia de Reich. Mi cuerpo me estaba comunicando la importancia de mover las piernas y de ponerme de pie durante mi proceso terapéutico.

Ahora, cuando trabajo con pacientes, pongo especial énfasis en las vibraciones y en un duro trabajo corporal. Ya no les pido que estrujen toallas durante las sesiones, sino que trabajamos con la energía y la base del cuerpo, lo que significa que sentimos los pies, y no únicamente nos sostenemos sobre ellos. El término «comprensión»[1] incluye sentir y plantar la parte baja del organismo en el suelo, lo cual es lo más importante para mí en estos momentos. Al ejercicio que he desarrollado para trabajar esto le he dado el nombre de «conectar nuestros pies con la tierra».

A menos que haga demasiado frío en Connecticut, paseo todos los días por la vereda que sale de la puerta de mi casa de New Canaan, giro a la derecha, recorro cien metros y cruzo de nuevo, esta vez a la izquierda, para adentrarme en un precioso camino llamado Scenic Drive. Mientras voy paseando emito el sonido «aaaaaah» en voz alta. Respiro profundamente, hago ruidos, me muevo y siento cómo aumenta el flujo de energía. Cuando camino, siento el placer de mi propio cuerpo. El oxígeno resulta vigorizante para mis pulmones. Mover el cuerpo me hace sentir más vivo y más consciente del flujo de la energía.

Rowfreta L. Walker (Leslie), mi mujer durante cincuenta y ocho años, falleció el 4 de junio de 2002. Fue la parte sentimental de la pareja, mientras que yo fui la intelectual. Siempre fue capaz de entender intuitivamente los sentimientos de otra persona, y yo aprendí de ella. Compartimos nuestra sexualidad, exploramos la vida, criamos a un hijo sensible y nos embarcamos en la aventura de desarrollar juntos la bioenergética. Leslie fue una mujer maravillosa, siempre me sentí atraído por ella y siempre deseó tener una vida placentera.

En este punto de mi vida, he logrado sanar casi por completo mi división entre cuerpo y mente, pero trabajar con mi cuerpo a diario es lo que lo mantiene así. Experimentar la vida del cuerpo es un proceso continuo, y la recompensa es una existencia más larga. La terapia debe desafiar nuestras divisiones entre pensamientos y sentimientos, entre hacer y ser, entre controlar y dejarse llevar, entre placer sexual y amor. La sociedad actual no fomenta la vida del cuerpo ni la búsqueda de la salud, sino que pone el énfasis en el dinero y el poder. El placer y la alegría son el verdadero propósito de la vida. He dedicado todos mis esfuerzos a sanar mi propia división entre cuerpo y mente, y a conseguir el placer del cuerpo. Y he sido afortunado porque los acontecimientos de mi existencia me han permitido conseguirlo.

[1]. Nota del traductor: es un juego de palabras. En inglés la palabra comprender es “understanding” que se puede descomponer en “under” que significa “debajo” o “parte baja” y “standing” de “plantarse” o “estar de pie”.

Primera parteEL RETO DE SANAR LA DIVISIÓN
ENTRE MENTE Y CUERPO

En la década de 1910 las calles de Harlem me ofrecieron placer y refugio. Los libros de la biblioteca pública me abrieron a mundos que se encontraban más allá de la infelicidad de mis padres. La adolescencia tuvo momentos de emoción frenética, aunque también de profunda frustración. El reto de la vida del cuerpo en oposición a la de la mente se puso en marcha. Wilhelm Reich le proporcionó una dirección a mi vida. Mis sesiones con él se centraron en enseñarme a respirar, respirar y respirar. Su fuerte personalidad y mi terapia se convirtieron en el medio para encontrar mi propio camino, sentando las bases del análisis bioenergético.

1 Mi infancia y la universidad

Nací en Nueva York el 23 de diciembre de 1910, en el seno de una familia judía. Mis padres eran inmigrantes rusos que llegaron a Estados Unidos a principios de siglo. Mi padre era el más joven de cinco hermanos y el último en llegar al país. Mi madre tenía una hermana menor que también vivía en la ciudad. Nunca conocí a mis abuelos.

Tengo recuerdos de cuando era niño, y no son muy agradables. La sensación que conservo de mis primeros cinco años es confusa porque, aunque no lo recuerdo bien, creo que mi madre no me amamantó más de nueve meses y no fui un bebé feliz. Conservo una foto de esa época en la que salgo acostado boca abajo y mirando hacia arriba con ojos tristes (ver la segunda parte, «Fotografías de mi vida»). Mi primer recuerdo es el de estar sentado en el suelo de nuestra cocina mientras mi madre estaba ocupada con algo. También, de haberme arrastrado con otro bebé, una prima mía, cuando tenía casi un año. No me acuerdo de que mi madre me agarrase en brazos, pero sí tengo impresiones más cálidas de mi padre, que siempre jugó conmigo durante mi infancia.

Cuando tenía cuatro años y medio, mi madre dio a luz en casa a gemelas. Yo no sabía que mi madre había estado embarazada, o que cuando una de las bebés murió, fue una tragedia. No había sensación de muerte, únicamente una súbita actividad. La gente se congregó alrededor de la puerta, y yo intuía que algo importante había ocurrido, aunque no se tratara de una ocasión alegre. Me dejaron de pie junto a la puerta. No recuerdo quién más había allí, probablemente eran parientes. No sentí la pérdida de mi hermana, y tampoco recuerdo con claridad su rostro. Sí tuve la sensación de que algo había sucedido, y después todo volvió a la normalidad. Mi padre permanecía allí, de manera que yo no estaba solo. No creo que fuera un evento significativo para mí, por lo que no suelo revisarlo en profundidad.

Mi padre tenía una lavandería en Harlem. Después del nacimiento de mi hermana, nos mudamos del pequeño apartamento que estaba detrás de la tienda a otro situado encima. Inicialmente, mi madre trabajaba en la lavandería con mi padre. Tengo muchos recuerdos agradables de aquella época: yo recogía flores en el parque para mi madre y su hermana, y construía castillos de arena con mi padre en la playa.

Mi madre era una mujer pequeña. Cuando se sentaba, los pies no le alcanzaban el suelo y por esa razón siempre se sentaba en el borde de las sillas con la espalda muy recta. Su rigidez estaba asociada a su necesidad de control. Cuando yo tenía tres o cuatro años ocurrió un incidente. Estábamos sentados uno junto al otro en el borde de la cama. Yo estaba muy inquieto y al parecer ella no podía vestirme; quizá estaba tratando de anudarme los cordones de los botines de cuero que llevaban los niños en aquella época. El caso es que se giró hacia mí y me pellizcó la carne del muslo, retorciéndola con fuerza. Fue muy doloroso pero no lloré. De ahí en adelante jamás pude evitar la sensación de que mi madre podía ser cruel conmigo si la desobedecía.

Hasta el día de hoy, si alguien hace algún movimiento con la mano, como si fuera a golpearme, mi instinto es retroceder y encogerme. Desde que era pequeño, siempre me decía: «Deja de llorar, deja de llorar». Por ese motivo tenía problemas para llorar y nunca lo hacía para no parecer débil. Jamás la vi llorar, y tampoco la escuché cantar o reír. La vida era un asunto muy serio para ella. Tampoco recuerdo haberla visto participar en ninguna actividad juguetona o placentera. Siempre estaba ocupada con las tareas del hogar, excepto cuando visitábamos a su hermana. Jamás vi a mis padres bailar, pero un día, cuando tenía cuatro o cinco años, abrí la puerta del dormitorio y los vi juntos. Se avergonzaron mucho y cerraron la puerta rápidamente.

Mi padre era justo lo contrario: una persona dócil, fácil de tratar y amante del placer. Los domingos de invierno me llevaba a deslizarme en trineo, y en verano jugaba a la pelota conmigo. A los cinco años, una tarde de domingo, cuando vivíamos en la playa, me llevó a un parque de atracciones donde había todo tipo de juegos. Mientras nos acercábamos por la acera, yo podía escuchar la música y ver las luces brillantes en la distancia. Estaba abrumado por la excitación; sentía que iba a llegar a un mundo de fantasía, fue increíble.

Mi relación con mi madre era demasiado real, demasiado relacionada con las funciones básicas de la alimentación, la evacuación y el sueño. Su idea de una buena madre era aquella cuyos hijos comían bien y estaban gordos. Por tanto, durante mi niñez me persiguió para que me comiera toda la comida del plato y me contaba historias sobre gente hambrienta en China para hacerme sentir culpable por desperdiciarla. Hasta el día de hoy no he logrado dejar nunca el plato vacío, y no sé si la razón es que no podía comerme todo lo que me ponía o si se trata de algo más profundo, una necesidad de resistirme a su autoridad. Por otro lado, si me gustaba alguna comida en particular, jamás me dejaba saciarme, y este patrón se prolongó durante los años que viví bajo su techo. Incluso siendo ya un joven, me traía un vaso de zumo de naranja a la habitación y no me dejaba beberlo hasta que me hubiera cepillado los dientes.

Tengo recuerdos de orinarme en la cama y, más adelante, de una escupidera que guardábamos debajo y que usaba cuando tenía alrededor de dos años. Un recuerdo preciso de esa época es haber orinado en un zapato, en lugar de hacerlo en la escupidera, como una rebelión inconsciente contra mi madre. Cuando me hice un poco más mayor, ella me obligaba a pararme frente al inodoro y me decía: «Haz pipí, haz pipí, haz pipí. Inténtalo, inténtalo, inténtalo». Si no lo lograba, tiraba de la cadena e insistía: «Hazlo, hazlo, hazlo». Jamás me permitió ser libre; todo debía estar siempre bajo su control.

Mi madre era aún más compulsiva con la defecación. Examinaba cuidadosamente mis evacuaciones a diario para comprobar si eran «normales». Naturalmente, jamás lo eran porque yo sufría de estreñimiento y cólicos estomacales. Su solución era hacerme beber horribles laxantes, como aceite de castor, y si aun así no podía ir al baño me administraba un enema. Incluso la recuerdo persiguiéndome calle abajo con un vaso de leche de magnesia en la mano. Mi madre no tenía fe alguna en la capacidad del cuerpo para regular sus propias funciones. Cada resfriado era atendido con toda seriedad. Para la congestión nasal, por ejemplo, me ponía unas gotas de Argirol que me hacían estornudar unos mocos negros que me avergonzaban. Con frecuencia padecía de bronquitis, y su remedio era colocar mostaza caliente entre dos trozos de tela, aplicármelo en la espalda y envolverme en mantas tibias para que sudara la enfermedad durante la noche. Esta terapia solía ser efectiva, así que después de dos o tres días me permitía levantarme de la cama. Si tenía fiebre, mandaba a llamar al médico, que venía a casa cobrando uno o dos dólares.

Salir del apartamento y pasear por las calles cercanas para jugar con los chicos del barrio fue lo que me salvó durante esa época. Recuerdo un episodio de cuando tenía unos cuatro años, en el que jugaba con otros chicos de mi edad durante una nevada. Bailábamos alrededor de una farola y cantábamos canciones infantiles, y también jugábamos a luchar y a todo tipo de juegos, y eso me hacía sentir libre y feliz. En la calle trasera de mi casa había un tranvía, pero no transitaban coches, ya que la mercancía se repartía a las tiendas a caballo o con carreta. Cada manzana era una pequeña comunidad de niños de la misma edad. A medida que crecía, jugábamos a las damas, fabricábamos y repartíamos chapas electorales o asábamos patatas y malvaviscos en fogatas que hacíamos en la acera cuando hacía frío. En retrospectiva, siempre había cosas nuevas para hacer. Mi madre no me pegaba, pero si le desobedecía no me dejaba salir a jugar. Eso era para mí un terrible castigo, casi como si me estuviese confinando a una prisión. Que no me dejara salir a jugar era el castigo más severo que podía imponerme.

A los seis años me inscribieron en la escuela pública. Un día mi madre me llevó hasta un oscuro edificio y me dejó allí con otros niños. Yo estaba muy asustado y lloré profundamente cuando se fue. Sin embargo, las personas nos acostumbramos a todo, y yo me habitué a ir al colegio. Mi madre me llevó a diario durante los meses que siguieron y vino a buscarme al final de la jornada. Por alguna razón casi siempre llegaba tarde a la escuela y el castigo era sentarme bajo el escritorio del profesor durante media hora. Se suponía que la experiencia debía ser humillante, pero yo no la sentía así. A los seis años de edad, mi individualidad había sido violada tantas veces por mi madre que las acciones del profesor no tenían efecto alguno. A esa edad yo ya era un superviviente.

La escuela nunca fue un problema para mí. Fui un buen estudiante y obtuve muy buenas notas, especialmente en aritmética, sin tener que poner demasiado empeño. Sabía que mi familia no esperaba menos de mí. Cuando tenía unos diez años, llevé a casa un boletín de notas en el que no todas eran un diez. Mi padre me dijo: «Si no puedes sacar todo sobresaliente, no regreses a casa». No me causó un gran dolor porque sabía que no lo decía en serio, pero me esforcé por mejorar mis notas, tanto que mi rendimiento en la escuela fue lo bastante bueno como para que me adelantaran de curso dos veces. Recuerdo un incidente que revela mi actitud general hacia el estudio. En el tercer o cuarto curso, estaba sentado en mi pupitre escuchando a la profesora cuando pensé que no tenía por qué creer todo lo que me estaba contando. Hoy día aún me parece un pensamiento un tanto extraño para un niño. Cuando me hice mayor, me di cuenta de que reflejaba mi escepticismo hacia la autoridad.

El único aspecto del colegio que me desagradaba eran los deberes. Cuando sonaba el timbre y salíamos de clase, lo único que quería era ir a jugar con mis amigos y divertirme, de manera que al final siempre terminaba posponiendo los deberes hasta el último minuto. Era difícil hacerlos el domingo por la noche después de haber pasado todo el día jugando.

De 1915 a 1925, la calle fue el centro de mi vida. Jugar con los chicos del barrio era la actividad que más nutría mi espíritu. Siempre estaba ansioso por salir de casa, porque mi vida en la calle era una sucesión de juegos bajo el sol. Cada semana había un juego nuevo en la ciudad. Jugábamos al escondite, a pillar, a todo tipo de juegos de pelota, a la rayuela, a las canicas, y a veces incluso saltábamos a la comba con las chicas. Construíamos nuestras propias cometas, patinetes y toda clase de juguetes. No teníamos bicicletas, pero sí patines durante la primavera y el otoño. La ciudad no disponía de maquinaria para quitar la nieve, de manera que las calles se cubrían de blanco durante dos o tres meses. Los vecinos empujaban la nieve con palas a los lados de la calle, creando montículos que saltar y en los que construir fortines. Parecía como si siempre hubiera algo que hacer. Esa vida de actividad física sustituía la falta de una vida emocional agradable en casa.

Cuando los niños aprendíamos a leer, la biblioteca pública nos ofrecía un nuevo espacio de placer. De pequeño me gustaban mucho los cuentos de hadas y, más adelante, los relatos de James Fenimore Cooper sobre la vida de los indígenas americanos. Mi hermana también era una lectora apasionada, de manera que la lectura hizo de mi casa un lugar emocionante en el que estar. Excepto por los libros, mi hermana y yo no teníamos muchos juguetes, pero sí visitábamos las casas de nuestros compañeros del colegio.

Cuando tenía unos siete u ocho años, mi familia comenzó a desintegrarse; la relación entre mis padres se deterioró mucho. Mi madre comenzó a acusar a mi padre de darle a su hermana el dinero que ambos habían ganado con su trabajo. Cuando finalmente mi padre decidió hacer las maletas e irse a vivir con su hermana, mi madre se quedó devastada. Solía gritar con histeria: «¡Nuestros hijos!, ¡nuestros hijos!». Nos llevó a mi hermana y a mí a casa de mi tía, y nos utilizó para hacerle regresar. Al final mi padre lo hizo, por mi hermana y por mí, como nos contó mucho después. Pero a partir de ese momento no volví a ver ninguna señal de intimidad entre ellos, a pesar de que compartían la misma vivienda. Mi padre pasaba los días en la lavandería, y mi madre se ocupaba de llevar la casa. Ella se quejaba de que no le daba el dinero suficiente para cubrir las necesidades básicas y solo se hablaban para lo estrictamente necesario.

Yo me preguntaba cómo era posible que dos personas tan diferentes se juntaran. Sus personalidades eran diametralmente opuestas. Mi madre, sin capacidad para el placer, era una persona ambiciosa. Mi padre, amante del placer, no era agresivo y sí un fracasado en los negocios. Yo los quería a ambos y me encontraba en medio de sus diferencias. Ella lo acusaba de tener otras mujeres; aunque es posible que fuera cierto, no me constaba. Yo estaba expuesto al punto de vista de cada uno y eso me hacía sentir entre la espada y la pared. Ambos me hablaban de sus problemas y de su dolor, pero yo me sentía impotente. El problema era que ninguno de los dos le hablaba al otro excepto para quejarse. Ocasionalmente, mi madre se desesperaba tanto que empezaba a gritar, pero mi padre era sordo a sus gritos. Yo odiaba esas escenas porque me hacían sentir aún más impotente. Creo que él retenía el dinero que ganaba y no lo compartía porque ella le negaba intimidad sexual, pero también diría que no lograba ganar lo suficiente con su negocio. No era ambicioso, sino una persona noctámbula que trabajaba hasta muy tarde y dormía hasta bien entrada la mañana. La gente se aprovechaba de él porque evitaba los conflictos.

A los doce años y medio tuve una experiencia que fue el presagio de lo que me iba a ocurrir en la juventud. En aquella época estábamos viviendo en una cabaña en los Rockaways, como solíamos hacer durante el verano. Yo tenía un amigo de trece años que vivía en una de las cabañas contiguas, que a su vez conocía a una chica que vivía cerca. Ella tendría unos doce años, pero aún no se había desarrollado. Nos fuimos a jugar detrás de las cabañas y ella nos preguntó si queríamos jugar a hacer cosas malas. Cuando mi amigo le dijo que sí, se levantó el vestido, se quitó las bragas y se recostó sobre unos matorrales para mostrarnos la vagina. Mi amigo se sacó el pene y trató de penetrarla sin éxito. Yo era demasiado joven para intentarlo, pero al ver la escena sentí una excitación abrumadora. Mi cuerpo temblaba levemente por la intensidad de una sensación que era demasiado placentera. El recuerdo de esa experiencia (que ha conseguido excitarme hasta el día de hoy) me abrió los ojos al mundo mágico del placer y el éxtasis. Por desgracia, no fui capaz de entrar en ese mundo hasta haber alcanzado la madurez.

Mi infancia estaba acabando. Iba a cumplir los trece años, momento que marca el paso de la niñez a la madurez en la mayoría de las culturas. A los trece tuvo lugar mi Bar Mitzvah, aunque con poco significado para mí. Después de eso se me permitió vestirme de un modo que indicaba que ya no era un niño –a esa edad, a los niños se les permitía vestirse con pantalones largos, para así dejar a un lado los pantalones cortos y los calcetines hasta la rodilla, aunque en aquella época, esa costumbre ya estaba un poco anticuada–. A esa edad descubrí la masturbación. Era tan placentera para mí que me masturbaba casi todos los días. Mi padre me llevó al médico, quien me aseguró que era algo muy normal si no lo hacía con demasiada frecuencia (yo no le dije que lo hacía a diario). En realidad, estaba muy avergonzado por masturbarme y sentía que era una debilidad de mi personalidad. No sentía culpa, sino una terrible sensación de vergüenza. Por momentos sentía que la gente podía adivinar lo que hacía con solo mirarme a la cara. Durante ese período me costaba quedarme dormido porque creía que podía morir. No tenía amigos cercanos con quienes compartir mis experiencias.

Me gradué en la escuela de primaria y me aceptaron como estudiante en el instituto de Townsend Harris, una institución especializada en preparar a estudiantes para su admisión en la Universidad de la Ciudad de Nueva York. Únicamente se aceptaba a los alumnos más brillantes de la ciudad, y yo tuve mucha suerte al estar entre ese grupo. Me había graduado en primaria con una medalla de aptitud escolar porque obtuve las mejores notas en los exámenes finales. En el proceso de admisiones para la secundaria, sin embargo, no me encontraba entre el primer grupo de alumnos. Me afectó la falta de reconocimiento, pero estaba complacido por haber sido aceptado.

El instituto estaba en el campus universitario, lo que me exigía tomar el tranvía para ir y volver. Me llevaba el almuerzo de casa, como muchos otros estudiantes, porque mis padres no podían pagar los almuerzos del colegio. Townsend Harris no era un centro escolar común, ya que estaba centrada en conseguirnos becas para la universidad. Por tanto, las asignaturas eran las típicas de cualquier instituto, pero no teníamos educación física, ni gimnasio, ni clases de arte o de música. No había actividades extraescolares ni sociales. Los estudiantes solo podíamos comunicarnos en la pausa del almuerzo o encontrarnos en el campus.

No tuve dificultad alguna con los estudios, pero descubrí que el resto de los estudiantes estaban a mi nivel, y algunos eran incluso superiores a mí en capacidad intelectual. Aprender un segundo idioma era un requerimiento, y yo escogí francés, pero muchos otros optaron por el latín. Un joven de mi clase, Paul Goodman (quien se convertiría después en un conocido escritor durante los años treinta y cuarenta), me parecía un genio. Me hice amigo de él durante el tercer año y lo vi leer latín con la misma facilidad con la que yo leía en inglés y resolver problemas matemáticos con una elegancia admirable. Yo solo era un estudiante un poco por encima de la media.

En esa época, el barrio en el que crecí cambió radicalmente. Durante mi infancia y pubertad, mi familia vivía en un barrio judío de clase media de Harlem. Después, las familias judías comenzaron a mudarse como si se tratara de un éxodo. Algunos se fueron al Upper West Side y otros, al Bronx. Mi familia no podía mudarse: mi padre no tenía el dinero ni el arrojo suficiente para comenzar de cero en un lugar nuevo. Parecía como si todos mis amigos estuvieran desapareciendo. El centro judío en el que jugaba al baloncesto había cerrado, y yo ya no tenía con quién jugar. Pude hacer dos nuevos amigos, estudiantes de mi instituto que vivían cerca, y eso ayudó. Sin embargo, no tenía contacto con chicas de mi edad, ni vida social. Mis padres no me ayudaban, porque pasaban por una mala racha y no se hablaban. Yo llevaba las cuentas del negocio de mi padre y hacía repartos de ropa limpia a sus clientes. Mi hermana contaba con varios amigos, pero no eran íntimos, y tenía poco contacto con ellos. Recuerdo esos días con dolor, ya que estaba solo la mayor parte del tiempo. Solía dar largos paseos por las calles de la ciudad, pero me sentía como un extraño, sin posibilidades de sumergirme en la vida que me rodeaba.

Jugar a la pelota lanzándola contra una pared, frente al estadio de Lewisohn, que quedaba cerca del instituto, fue mi refugio. El juego se suele desarrollar entre dos equipos de dos jugadores cada uno, y en ocasiones se puede jugar entre dos jugadores. Yo disfrutaba mucho ese juego y lo practicaba cada vez que tenía la oportunidad (antes de las clases si llegaba temprano, durante la pausa del almuerzo y después de las clases). Jugaba todos los días con un compañero que vivía cerca; a veces apostábamos cinco centavos por cada juego, y eso lo hacía más interesante. Eso fue lo que me salvó la vida, de alguna manera. Se convirtió en la única actividad que me hacía sentir vivo. Llenaba mi cuerpo de excitación, por lo que continué jugando durante la universidad, e incluso después.

Me gradué en secundaria a los dieciséis años e ingresé en la Universidad de la Ciudad de Nueva York en el programa de ciencias. La asignatura que mejor se me daba eran las matemáticas, pero también era bueno en ciencias. La peor, literatura, que casi suspendí durante el primer año –la aprobé con la nota mínima–. Mi madre me había inculcado la necesidad de prepararme para encontrar mi vocación; decidió que debía ser profesor, y yo pensé que podía convertirme en profesor de matemáticas. Logré con facilidad las mejores notas en matemáticas de toda la secundaria. Mis notas fueron sobresalientes durante el primer año de universidad en geometría de sólidos y cálculo diferencial, pero durante el segundo año solo logré buenas notas. Algunos de los estudiantes más brillantes en matemáticas lograron sobresalientes, y eso me hizo darme cuenta de que realmente no estaba a su altura. Reparé en que las matemáticas eran parte de su vida, pero no de la mía; mientras ellos dedicaban las tardes a resolver problemas, lo único que quería hacer yo era jugar al balonmano y al baloncesto.

La universidad tenía un excelente gimnasio, con una cancha de baloncesto para los juegos interuniversitarios de la que también podíamos disfrutar. Durante el almuerzo, o después de las clases de gimnasia, organizábamos equipos de tres jugadores y jugábamos usando una sola de las canastas. Yo salía corriendo del aula hacia la cancha durante la pausa del almuerzo, jugaba hasta el último minuto libre y corría de regreso para llegar a tiempo a la siguiente clase, en la que tomaba el almuerzo a escondidas, parapetado tras el escritorio.

En el tercer año de universidad, ya había completado las asignaturas de ciencias necesarias para obtener la licenciatura, pero creía que las ciencias no eran un campo prometedor. Siempre fui un buen estudiante, pero jamás excepcional. No había forma de que pudiera lograr una beca para estudios de posgrado. Muchos de mis compañeros tenían planeado ir a la facultad de medicina después de la carrera, pero yo no estaba realmente interesado. Mi madre les profesaba una gran fe a los médicos y a la medicina, pero yo tenía una percepción negativa de la profesión, principalmente por la manera en la que mi madre me obligó a recibir tratamientos médicos durante mi infancia. Recuerdo que, en la adolescencia, en uno de los episodios de bronquitis que sufrí, mi madre me arrastró a un médico que intentó arreglarme una desviación del tabique nasal. Mi resistencia a los médicos nació de la actitud de mi padre, que era opuesta a la de mi madre. Jamás tomó medicinas, que yo recuerde, y se curaba a sí mismo con baños calientes.

Decidí asistir a clases de contabilidad, matemáticas aplicadas y economía porque necesitaba encontrar un trabajo que me diera dinero. En los últimos años de universidad, me paseaba entre las gradas del estadio vendiendo programas para los partidos de fútbol americano. Al principio trabajé para un promotor, pero el segundo año decidí hacerlo por mi cuenta. Encontré una imprenta local que me entregaba los programas la noche anterior al partido por un precio razonable, y estudiantes que estaban dispuestos a repartirlos para mí. La primera vez logré una ganancia de cuarenta o cincuenta dólares. Mi madre, que se había ofrecido como cajera para recibir el dinero, estaba abrumada por mi éxito. Su sueño siempre había sido llevar un kiosco cerca de alguna estación de metro para poder independizarse de mi padre.

En una clase de economía escribí un informe acerca de mi aventura vendiendo programas. El profesor se mostró muy entusiasmado con mi historia. Me veía como un emprendedor afín, y eso fue una gran suerte para mí porque me dio mi primer trabajo. Mi profesor era amigo de los miembros de la directiva de la sucursal de Nueva York para el Censo de Negocios de 1930, y me ofreció mi primer empleo como censista. Los censos comenzarían en marzo, así que decidí cambiarme a las clases nocturnas para finalizar los dos cursos que me restaban para obtener la titulación. Mi trabajo consistía en recorrer las oficinas de las compañías que estaban en la ciudad de Nueva York, más concretamente en el Midtown, desde la Quinta Avenida hasta el río Hudson. Debía explicarles el procedimiento del censo, darles los formularios que debían rellenar y responder a sus preguntas. Fue una gran suerte, porque me ayudó a volverme independiente en una época en la que los empleos eran cada vez más escasos. Seis meses antes, la quiebra de la bolsa desestabilizó la aparente seguridad del mundo empresarial, y comenzó la Gran Depresión. Yo ganaba un salario de veintiocho dólares a la semana, que era suficiente para mantener a una familia pequeña durante los tiempos de la depresión, lo cual hacía que me sintiese feliz. Mis compañeros censistas también se sentían felices por tener un trabajo y un sueldo después de haber perdido sus empleos y sus ahorros en el colapso económico.

Obtuve la licenciatura en junio de 1930. A finales de ese mes, mi trabajo como censista estaba llegando a su fin, pero me permitieron continuar como supervisor y me aumentaron el sueldo a treinta y cinco dólares hasta el otoño. Para cuando acabó 1930, tenía veinte años, y ya no era un estudiante, pero tampoco un hombre. Todavía vivía en casa de mis padres, no tenía trabajo y tampoco sabía a qué me quería dedicar. Sin embargo, ya había tenido mi primera experiencia en el mundo laboral y sentía que podía manejarme bien. En mi vida social, no obstante, era diferente. Durante los años de secundaria y de universidad jamás me habían invitado a una fiesta, nunca había tenido novia y ni siquiera había salido con una chica.

Para poder ver a una mujer desnuda, habría tenido que espiarla. Parecía como si hubiese estado hibernando durante un período en el que mi sexualidad debía florecer. Aunque vivía en el mismo apartamento que mi hermana, no recuerdo haber pensado en ella con ningún tinte sexual. No podía acercarme a mujeres jóvenes. Mi sexualidad no estaba muerta: me masturbaba casi a diario, y creo que eso me salvó. En esa época decidí sustituir el baloncesto y los partidos por el tenis, y me dediqué a jugar con frecuencia en las canchas de Central Park.

En enero de 1931, empecé a buscar trabajo, pero el único disponible era como vendedor de zapatos de mujer los sábados, por tres dólares al día. Yo no tenía experiencia vendiendo zapatos; sin embargo, pensé que podía engañar a mis entrevistadores. De manera que el primer empleo para el que me ofrecí por mi propia cuenta fue para la zapatería Nacional de la calle 42. Me vestí de manera presentable y fingí tener experiencia en el sector. Me dieron la oportunidad, pero mi ignorancia me dejó en evidencia rápidamente y me despidieron. Lo mismo me ocurrió en otra zapatería. Sin embargo, había tenido la oportunidad de observar cómo operaban las tiendas y de aprender parte del lenguaje que se empleaba en ellas. Mi tercer intento tuvo éxito y pude trabajar vendiendo zapatos los sábados durante toda la primavera. Fue entonces cuando mi familia decidió, finalmente, mudarse de Harlem a un apartamento en el Bronx. Fue una mudanza algo forzada, porque mi padre se había atrasado con el alquiler y nos habían amenazado con echarnos.

Tuve otro golpe de suerte. En la calle 42 me topé con un antiguo compañero de clase con quien había estudiado matemáticas aplicadas –realicé otro curso durante el penúltimo año con la esperanza de que me ayudaría a encontrar un trabajo–. Me dijo que la ciudad de Nueva York estaba buscando secretarios de contabilidad. Él había aprobado el examen el año anterior y estaba empleado en ese puesto. Fui a la entrevista y me fue muy bien, así que rápidamente me convertí en secretario de contabilidad del Estado de Nueva York, con un salario de veintiocho dólares a la semana, bastante decente para la época. El horario era de nueve a cinco, y debía realizar cálculos estadísticos con una calculadora Monroe que podía multiplicar números de diez cifras por números de diez cifras. Tenía que insertar los números en la máquina, mover el multiplicador manualmente y anotar los resultados. Es el trabajo más aburrido que he hecho en toda mi vida, y era muy difícil terminar la jornada haciendo una y otra vez la misma tarea repetitiva. Para pasar el tiempo, colocaba el reloj de pulsera sobre el escritorio e intentaba hacer uno de esos cálculos cada treinta segundos. Ocasionalmente había algún otro trabajo adicional, como archivar papeles u operar una máquina de tarjetas perforadas de la IBM.

Solo me era posible soportar un trabajo tan tedioso y rutinario soñando despierto. En uno de esos sueños recuerdo con claridad que era un hombre exitoso con una gran familia y una esposa bellísima que, además, era una excelente anfitriona. Ese sueño reflejaba la gran soledad en la que viví durante los años de juventud.