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Colección Con vivencias

17. Salir de la sociedad de consumo

 

Autor: Serge Latouche

 

Título original: Sortir de la société de consommation, Les Liens qui Libèrent, 2010

 

Esta edición se ha publicado con la autorización de Les Liens qui Libèrent, París, Francia. Todos los derechos reservados.

 

Traducción del francés de Magalí Sirera Manchado

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Primera edición en papel: mayo de 2012

Primera edición: diciembre de 2013

 

© Les Liens qui Libèrent, 2010

 

© De esta edición:

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ISBN: 978-84-9921-489-4

 

Fotografía autor: Karin Munch

Diseño de la cubierta: Tomàs Capdevila

Diseño y producción: Editorial Octaedro

 

Digitalización: Editorial Octaedro

 

Sin embargo, la tierra nos ofrece, también en su superficie, las plantas medicinales, así como los cereales, pues es liberal y complaciente en relación con todo aquello que puede sernos útil. En cambio, lo que causa nuestra pérdida, lo que nos manda a los infiernos, son las materias que ella ha escondido en sus profundidades y que no se forman en un día. De este modo, nuestra imaginación se lanza al vacío y calcula cuándo, en el devenir de los siglos, habremos terminado de agotar la tierra y hasta dónde penetrará nuestra codicia. Cuan inocente y feliz sería nuestra vida y cuan refinada, si únicamente ansiásemos lo que se encuentra en la superficie de la tierra, en suma, lo que tenemos cerca.

Plinio el Viejo, Historia natural (33: 1-3)

5858.pngprólogo

«¿Por qué debería preocuparme por la posteridad?», decía Marx (no Karl, sino Groucho). «¿Qué ha hecho la posteridad por mí?» Efectivamente, uno puede pensar que no vale la pena molestarse en garantizar el futuro y que más vale acabar cuanto antes con el petróleo y los recursos naturales que amargarse la existencia racionándolos. Este punto de vista está bastante extendido entre las élites, y se comprende, pero también lo encontramos implícitamente en muchos de nuestros contemporáneos. Como escribe Nicholas Georgescu-Roegen, «quizá el destino del hombre es tener una vida breve pero febril, excitante y extravagante, más que una existencia larga, vegetativa y monótona».1 Desde luego. Sin embargo, habría que ver si la vida de los modernos hiperconsumidores es realmente excitante y si, en cambio, la sobriedad es incompatible con la felicidad y hasta con cierta alegría exuberante. Aunque, como dice de excelente manera Richard Heinberg: «Ha sido una fiesta formidable. La mayoría de nosotros, por lo menos los que vivimos en los países industrializados, no hemos conocido el hambre, hemos disfrutado del agua corriente, caliente y fría, de las máquinas al alcance de la mano para desplazarnos sin esfuerzo de manera rápida y práctica de un lado a otro y de otras máquinas para lavar la ropa, para divertirnos y para informarnos, y así sucesivamente». Pero, ¿y después? Hoy, que hemos agotado la dote patrimonial, «¿debemos continuar complaciéndonos hasta el triste final, y arrastrar lo esencial del resto del mundo al abismo? ¿O bien habría que reconocer que la fiesta ha acabado, limpiar y preparar el lugar para los que vengan a continuación?».2

También podemos justificar la incuria hacia el futuro con todo tipo de motivos no necesariamente egoístas. Si pensamos, como el filósofo Arthur Schopenhauer (1788-1860), y más aún como nuestro pesimista contemporáneo Emil Cioran (1911-1995), que la vida es un negocio que no cubre sus propios gastos, el hecho de ahorrar a nuestros nietos una vida desgraciada se convierte casi en una forma de altruismo. Si es el caso, es inútil seguir con la lectura de este libro. El final previsible de la sociedad de consumo será el final de la historia y de la aventura humanas. Es inútil buscar caminos para salir del atolladero en el que nos vemos atrapados o escuchar las voces de la esperanza para construir un después del crecimiento, del desarrollo, de la modernidad y de Occidente. Sigamos hinchándonos en la gran comilona del consumismo hasta reventar y unámonos así a los que mueren de inanición, víctimas de nuestra desmesura.

Esta no es la vía del decrecimiento, que sienta sus bases en el postulado opuesto, compartido por la mayoría de las culturas no occidentales: por misteriosa que sea, la vida es un don maravilloso. Es cierto que el hombre tiene la facultad de transformarla en un regalo envenenado y, desde el advenimiento del capitalismo, no se ha privado de ello. Sin embargo, llegado al fondo del callejón, no es demasiado tarde para dar media vuelta y buscar un camino de salida practicable, guiado por otras voces diferentes de las del pensamiento único y de los discursos progresistas de la economía y la técnica. En estas condiciones, el decrecimiento es a la vez un desafío y una apuesta. Un desafío a las creencias mejor instaladas, pues este eslogan constituye una insoportable provocación y una blasfemia para los adoradores del progreso y el desarrollo. Una apuesta porque, por necesaria que sea, nada es más incierto que la realización del proyecto de una sociedad autónoma de sobriedad. Sin embargo, merece la pena lanzar el desafío e intentar ganar la apuesta. La vía del decrecimiento es la de la resistencia ante la apisonadora de la occidentalización del mundo, y también la de la disidencia respecto al totalitarismo rampante de la sociedad de consumo mundializada. Si los objetores del crecimiento se echan al monte y, junto con los amerindios, caminan por el sendero de guerra, lo hacen oponiendo al terrorismo de la cosmocracia y de la oligarquía política y económica medios pacíficos, siempre que es posible: no violencia, desobediencia civil, deserción, boicot y, por supuesto, las armas de la crítica.

El presente libro reúne contribuciones posteriores a la publicación de mis obras La apuesta por el decrecimiento y Pequeño tratado del decrecimiento sereno, y, todas ellas, estudian la construcción de una civilización de sobriedad voluntaria y de autolimitación, alternativa al atolladero de la sociedad de crecimiento. Como en un cuadro impresionista, de unas pequeñas pinceladas se desprende un dibujo de conjunto, una tonalidad común, un ethos.

La introducción, titulada «El despertar de los amerindios: otra vía y otra voz», evoca otra voz, la de los indígenas de América central y meridional, y otra vía, la del sumak kausai («buen vivir» en quechua), cercana a un decrecimiento en acto. La primera parte del libro, «Salir del atolladero», intenta trazar un futuro posible más allá de la catástrofe productivista y del fin del desarrollo. La segunda parte, «La vía de la felicidad: salir de la economía», analiza la economía de la felicidad y el espíritu del don, propuestos por algunos economistas para remediar la miseria del presente, y concluye apelando a la necesidad de una salida más radical de la economía, basada en un decrecimiento para el cual nos habrá preparado, recogiendo el mensaje de Ivan Illich, una nueva educación. La tercera parte, «Otras voces y otras vías», explora las fecundas intuiciones del filósofo Cornelius Castoriadis, ineludible precursor del decrecimiento, e interroga la posibilidad de una vía mediterránea con este espíritu. La cuarta y última parte, «Una salida», propone simplemente aprovechar la crisis para salir de ella positivamente construyendo la sociedad de opulencia frugal del decrecimiento. Finalmente, todos estos ensayos convergen para esbozar en conclusión el Tao del decrecimiento, una vía que constituye a la vez y de manera indisociable una ética y un proyecto político, y que abre una pluralidad de caminos posibles para salir del atolladero económico.3


1. Nicholas Georgescu-Roegen, La Décroissance. Entropie, écologie, économie, Sang de la terre, París, 2006 (1.ª ed. 1979), p. 149.

2. Richard Heinberg, Pétrole, la fête est finie! Avenir des sociétés industrielles après le pic pétrolier, DemiLune, Col. «Résistance», París, 2008, p. 330. [Trad. cast.: Se acabó la fiesta, Benazque: Barrabés, 2006.]

3. Deseo dar las gracias muy especialmente a mi amigo y editor Henri Trubert, que me ha acompañado en la redacción de esta obra y cuya lectura exigente me ha obligado a explicitar mi exposición, a menudo demasiado alusiva. Mi agradecimiento también va dirigido a todos los «objetores del crecimiento» del periódico La Décroissance, de la revista Entropia y de los distintos movimientos de la esfera decrecentista, que han estimulado mis reflexiones; sobre todo a mis amigos Christian Araud, Jean Aubin, Jérôme Baschet, Sophie Cathala, Didier Harpagès y Bernard Legros, que han tenido la paciencia de releer todo o parte de una versión u otra de esta obra y de cuyas correcciones, sugerencias y observaciones he podido beneficiarme. Si bien es preciso atribuirles su parte de los eventuales méritos de este libro, no hace falta decir que, según la fórmula consagrada, soy yo el único responsable de sus imperfecciones.