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Shebar, So

Cuentos vividos / So Shebar. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2019.

Libro digital, EPUB


Archivo Digital: online

ISBN 978-987-87-0321-3


1. Narrativa Argentina. 2. Cuentos. I. Título.

CDD A863



Editorial Autores de Argentina

www.autoresdeargentina.com

Mail: info@autoresdeargentina.com




Queda hecho el depósito que establece la LEY 11.723

Impreso en Argentina – Printed in Argentina

Without music,

life would

be an error.

Friedrich Nietzsche










Para mamá

Prólogo

Aparece en el escenario. Es menuda, de piel blanca igual a una porcelana antigua. De esas muñequitas que casi todas nuestras abuelas han atesorado en un rinconcito del cristalero.

Ella también parece de cristal, del más fino. Su perfecta silueta recorre la tarima con movimientos suaves, imperceptibles. No puedo dejar de observarla con atención, no quiero perderme ningún gesto. Los demás pasan a segundo plano. No sé qué papel representan, solo me importa la agente Carter. Lleva puesta una falda que le moldea la figura, medias color hueso, el mismo color que su piel. La camisa blanca luce muy bien en ella y con el blazer negro al cuerpo, ni qué decir. Al hablar, las palabras adquieren una firme dulzura. Su rostro es de tal perfección que hipnotiza. El pelo, rojizo y ondulado, seductor. Por un momento despego mi vista del escenario y miro alrededor. Todas las cabezas apuntan hacia el frente. Hay música de fondo. Combina con ella: melódica, transparente.


Termina la obra, los actores saludan y ella me busca con sus ojos. Es mi hija, etérea, preciosa y única.



Este libro te lo dedico o a vos Delfina, mi hija adorada…




Mañana de campo

De pronto salgo al parque, miro los árboles que sobrevivieron el temporal y cuyas copas reciben ahora el ansiado sol. Y me doy cuenta de lo importante que es volver. Volver a lo de uno, al pasto amigo, a los sencillos muebles que tantos veranos nos han recibido, a las imperfecciones del piso de ladrillos, al techo de madera que pusimos para soportar mejor el sol, al cielo azul, ese que solo existe en el sur.

Me acompañan el silencio melódico, mis perros y un par de cosas más. No importa, es suficiente.

Recorro una y otra vez la tierra, algunas chicharras chillan y, por qué no, me arrullan. No pasan autos, qué raro. Se corta la música y es ahí donde aparecen sonidos de otros años: el arrastre de las chinelas de mi papá, las ocurrencias de mi hermana Karina, el alboroto de mi hermana Giselle y la exaltada presencia de niños que juegan…

Hay un pajarito sobre las hojas de una maceta. Piensa la vida, su existencia.

Otro pajarito revolotea a mi alrededor y uno de los perros toma sol recostado a lo lejos. Le hago una seña. Creo que no ve, pero lentamente, haciéndose desear, se va incorporando.

Muchas veces me pregunto qué piensan los animales, sé que les gustaría hablar, pero prefieren quedarse con sus ideas para no ser juzgados.

El día se va diseñando, ahora ya pasan autos, algunas motos y el olor del café y de los eucaliptos me despierta

2016

Un hombre y una mujer

Sí, conoce todas mis manías, mis humores, mis desventuras.

Nos vemos todos los miércoles. Llego con tiempo: me gustan las rutinas. Me tomo unos minutos para buscar dónde estacionar, caminar un par de cuadras, mirar las mismas vidrieras de una semana a la otra, comprar caramelos, observar a los perros que pasan esquivando a la gente de la avenida, mirar el cielo de Buenos Aires.

Mientras hago todo eso repaso los temas que me preocupan. A veces, los decoro para esconder intimidades, soy pudorosa.

De todos modos, siento que con Gabriel puedo desnudar mi alma, dejar fluir mi conciencia. Me escucha con atención y, si bien parecería que no debe darme consejos, me lleva a sacar mis propias conclusiones con su mirada inteligente y hasta a veces pícara, a pesar de tener el aspecto de un hombre serio. De buen porte, formal, educado.


Salgo del consultorio. Atravieso el tupido jardín del edificio y recorro el barrio nuevamente. Decido tomar un helado, dulce de leche por favor.

Es hora de ir al auto y volver a casa, son las seis de la tarde. Voy a la esquina de la avenida, la cruzo y en el borde de la vereda está él. Ahí ya no somos paciente y terapeuta, sino un hombre y una mujer. Estamos los dos algo confundidos…

Él decide sacarse los anteojos y hace fuerza por no mirarme. Sabe que allí, en la calle, ya no soy aquella del consultorio. Me sonríe, no se anima a decir nada. Yo salvo la situación y le cuento las cosas que hice desde que nos depedimos, solo una hora atrás. Me escucha y se ríe. Con naturalidad. Antes de saludarnos, ya muy cerca de mi auto, le tomo el hombro y le doy un beso. Adiós, Gabriel, nos vemos el miércoles que viene. Siento su perfume, su temblor, su vulnerabilidad. Es un hombre, como tantos otros.

En la vereda

Cuando salí camino a la exposición, me reencontré con los olores, los paisajes de mi infancia en el trópico. Lo primero que me llamó la atención fue el piso blanco de piedrecitas multiformes e imperfectas, pero milimétricamente encastradas. Las veredas eran irregulares y algo sinuosas, lo que las hacía sumamente atractivas, ya que uno no sabía dónde iba a terminar ni con qué se iba a encontrar. Edificios de los sesenta con espacios verdes en su frente y escaleras de piedra. Sus laterales cubiertos por venecitas de color verde claro.

El suelo mojado por esa humedad que alterna sol intenso con lluvia torrencial. Vendedores ambulantes con carritos ofreciendo pao de queijo, gaseosas y una que otra torta frita de guayaba.

Sin embargo, ruido no hay. Estoy en un barrio residencial de la ciudad de San Pablo. Solo mujeres en ropa de gimnasia, paseadores de perros, mascotas y porteros de traje.

Los edificios ahora tienen rejas y más rejas. Algunas lindas, otras no tanto. Me pregunto cómo será vivir allí, cómo serán los apartamentos, como se dice acá en Brasil. Imagino grandes recepciones con muebles de cuero gris, mesas cromadas con esculturas exóticas y muchos libros. Algún que otro tapiz bahiano, y en los comedores seguramente muebles coloniales portugueses con porcelana azul y blanca ornamentada. Los manteles de puro algodón bordado.

Doblando la esquina siento el olor del café. Decido buscar un lindo lugar y descansar un rato. Me espera un día largo.

El que más me gusta tiene mesitas en la vereda, ahí sí que hay ruido y música.

En el autobús

Durante toda la escuela primaria fui en autobús a la escuela. Digo autobús porque en ese tiempo vivía en Caracas y allí se decía así.

El apellido del chofer era Martínez, nunca supe su nombre. Persona de pocas palabras, tosco y autoritario. A ninguno de nosotros nos caía bien. Era ordinario y masticaba siempre un escarbadientes. Qué asco.

El trayecto era largo, casi una hora de mi casa al colegio. Mi hermano iba conmigo, pero no en el mismo asiento. Él siempre fue más revoltoso, así que se sentaba atrás con sus amigos. Yo, en cambio, fui muy reservada de chica. En mis boletines en el lugar de “Observaciones” decía: es tímida, necesita afianzar sus lazos sociales en el grado.

Desde la ventana del autobús miraba las calles, las casas, los edificios y las plantas. Al tratarse de una cuidad tropical, la vegetación era tupida y cada día descubría brotes nuevos en los canteros. También una parte, la hacíamos por autopista. Los autos eran muy largos, americanos y por momentos podía ver que los asientos eran de cuero, Insignias cromadas en los capós me indicaban la marca. Nosotros, en cambio, teníamos un auto modesto.

Como mi mamá era muy cuidadosa con los uniformes, yo me sentaba muy derechita para no arrugarlo y que ella no me retase. No me costaba porque en el recreo me quedaba leyendo o mirando las montañas desde un rincón. Tenía dos amigas muy queridas que por momentos venían a charlar conmigo: Vera y Dominique. Eran muy distintas la una de la otra, pero entre las tres formábamos un equipo parejo.

Pero ellas no iban en mi mismo autobús, vivían más cerca.

—Gonzalito, deja ya la guachafita —gritaba Martínez desde su asiento de conductor. Se refería a mi hermano que se paraba y saltaba en el asiento de atrás. Yo me daba vuelta y le hacía señas para que se comportara, pero era inútil, no hacía caso. Obviamente volvía con el uniforme hecho un desastre, sucio y con roturas en las rodillas. Mamá lo ponía en penitencia, pero, como era muy comprador, aquello duraba poco tiempo.

—¡Por qué no serás como tu hermana! —se quejaba.

Llegábamos del colegio y lo primero era la merienda: Nesquik con bizcochuelo de naranja. Me encantaba, qué rico lo hacía Hermelinda, la mujer que ayudaba en la casa. Era una muchacha morena, muy simpática y compinche nuestra. Yo la tenía de confidente, le contaba qué chico me gustaba, y le pedía que me acompañara al Tropi Burger que era una especie de McDonald’s local. En el camino saltábamos las baldosas y nos reíamos de cualquier cosa. A veces, cruzábamos a la librería de la esquina. Ella se ponía nerviosa porque en un estante estaban las revistas para adultos, así que con disimulo los tapaba con su gran trasero apretado por unos jeans claritos.

Un día se armó. Resulta que en la planta baja del edificio donde vivíamos había un jardín y un estacionamiento. Gonzalo y su pandilla saltaban sobre el techo que cubría los autos. Hermelinda gritaba:

—Por favor, ¡dejen de hacer eso!, se van a caer.

Como no se daban por aludidos, se me ocurrió llenar un balde de agua y bañarlos lanzándolo desde el cuarto piso. Justo en ese momento mi madre bajaba del auto y la empapé. Cuando miró para arriba yo ya no estaba y me había escondido atrás de una maceta. Jamás la vi así de enojada. Hermelinda me cubrió y dijo que ella había volcado el balde con agua.

Pasaron unos días y no pude con la culpa. Hablé con mamá y le conté la verdad… se rió y me abrazó.

—Es sólo agua, tranquila. —Pero sí retó a Gonzalo y a Hermelinda…

Así como en el colegio no era muy extrovertida, en el edificio tenía muchos amigos. Eran pocos pisos y se había armado una comunidad unida y solidaria. Una Navidad la festejamos todos juntos en uno de los departamentos. Cada familia llevó algo para comer y Jacqueline, María Teresa y yo imitamos a Las Trillizas de Oro. Nos aplaudieron con entusiasmo y nos felicitaron. Tengo la imagen nítida de ese momento, las tres vestidas y peinadas iguales. Con María Teresa ahora recordamos lindos momentos y, a pesar de que nos separa el océano Atlántico, quedamos siempre en vernos pronto, seguramente en un punto intermedio entre Madrid y Buenos Aires.

Mi infancia fue muy feliz, viví en mi propio mundo de pensamientos, pero por momentos salía a visitar la realidad.

Damian, el manosanta

En el desconsuelo, aparecen los manosantas, las brujas, los videntes, las numerólogas, las astrólogas… Todo vale.


Así fue como apareció Damian.

La familia de Elisa ya no sabía qué hacer. Robos, desengaños amorosos y enfermedades eran de lo único de lo que se hablaba en esa casa. El barrio también estaba espantado, pues se había corrido la bola de que ellos, los Salinas, eran yeta.

En menos de un año, el padre de Elisa murió y su hermana Claudia fue despedida de su trabajo luego de una antigüedad de veinte años y cinco hijos que mantener. Su marido se había ido con una prostituta y contrajo así una grave enfermedad. El novio de Elisa había sido atropellado por una moto que intentaba robarle el sueldo que tenía en su billetera: nada más ni nada menos que mil dólares. Y la pobre Elisa, ya con treinta años, con la cara poblada por un furioso acné.

Una tarde calurosa y hostil de enero, Elisa recibió un llamado.

—Hola, ¿con Elisa por favor?

—Soy yo, ¿quién es?

—Mi nombre es Damian, me dio tu número Paula, tu prima.


Así fue que comenzó el vínculo con Damian. Era un “sanador”.

Lo recibieron Elisa, su madre y su hermano. Además de todo el vecindario que no podía creer que un hombre de un metro noventa con una túnica blanca bordada se bajara de una moto pequeña y caminara hasta la puerta de madera de la casa de los Salinas.

—Buen día. Encantado. Les aviso ya que esta casa está cargadísima de mala energía y que voy a tener un duro trabajo aquí.

—Está bien, don Damian —contestó Rosa, la madre de Elisa y de Juan.

Damian les indicó que se sentasen en el piso en forma de ronda y descalzos.

—Cierren los ojos y griten: “Soltarrr.”

Los tres estaban tan ilusionados en que Damian pusiera fin a tanta desgracia que gritaron tan fuerte y sostenido hasta que el mismo Damian tuvo que callarlos.

Luego, pidió una ollita con romero y carbón y comenzó a recorrer toda la casa esparciendo la humareda por cada ambiente. Rosa, Elisa y Juan lo seguían atentamente, aun sin zapatos. Cuando llegaron al baño, Juan patinó con un charco de agua que había cerca de la bañadera y cayó al suelo al mismo tiempo que gritaba de dolor.

—Mmm, esta es la primera prueba de que hay mala onda en la casa —explicó Damian mientras ayudaba a Juan a levantarse—. Sigamos…

En la habitación de Estela, en donde había una cama matrimonial, pidió que los tres se acostaran allí para supuestamente exorcizarlos.

Con incomodidad en sus rostros la madre y los hijos se acostaron mientras Damian tomaba la cama de uno de los bordes y la sacudía mientras su cara parecía estar en trance.

A Juan le sonaba el celular y Damian no le permitía que lo atendiese.

—La tecnología corta el pase de energía, pibe, disculpá, después hablás.

Ya en el jardín, con treinta grados a la sombra, Damian pidió algo fresco de tomar. Elisa buscó un jugo de naranja y se lo tendió.

—Ayyy, qué buena esta pileta: justo es el momento de “limpiar”. Necesito estar libre de mala vibra para seguir, así que si no les molesta me remojo un poco. Cuando Damian se sacó la túnica y con un short se sumergió en el agua, Elisa y Juan se miraron. Su cuerpo era musculoso y bello. Qué extraño…

Damian disfrutaba de la pileta y del jugo, al que se sumó una picada que Estela le preparó porque él había dicho que necesitaba “combustible”.

Desde el agua, le hablaba a la familia asegurándoles que el futuro sería mejor, pero que seguramente aún faltaba un hecho infeliz que soportar y que la vida era así.

La tarde fue cayendo entre oraciones a un ser desconocido, ejercicios de respiración y hasta escobazos para “barrer el mal”

Durante todo el día nadie pudo atender el teléfono. Sonaba, sonaba y el sanador hacía una seña de NO.

Llegó el momento del pago y ningún Salinas supo cómo encarar el tema. Damian se sacó del cuello una medalla enorme y pesada y se la entregó a Estela.

—Señora, mi misión con ustedes ha terminado. Les dejo este presente para que me invoquen cuando deseen. Me voy.

—Espere —dijo Elisa—…, ¿cuánto le debemos?

—Por favor, soy yo el que les debe este maravilloso día, la pileta, la deliciosa picada, ¿qué más?


La familia Salinas siguió su vida, ya sin tantos sobresaltos. Cada tanto Estela prendía romero y Juan y Elisa se daban largos baños en la pileta.

La verdadera historia era que Paula, la prima de Elisa, salía con un rugbier. Estaba muy preocupada y le pidió que se disfrazase de manosanta y que visitara a su familia intentando ayudarlos. Damian no sabía nada de prácticas de ese tipo, pero hizo lo mejor que pudo a pesar de algunas torpezas.

Pero Paula, la prima, cometió un error: la medalla que Damian entregó a Estela en la mano se la había regalado Elisa a Paula hacía algunos años. Nunca supe si Elisa se percató… Finalmente, resultó que la pretendida sanación ayudó mucho a los Salinas. Y de eso se trata cuando hay tandas de desgracias y desesperada incertidumbre.


Dedicado a mi mamá, compañera incansable de aventuras y risas.


2018

Viaje ajetreado

Conviven armónicamente dos ramas de la costilla de Adán, una réplica de la bailarina de Degas, dos mates del siglo pasado, un cuadro con una escena erótica en el Rosedal de Palermo, mi perro recostado en el sillón de flores, la jirafa de ratán que me regaló mi padre a escondidas de mis hermanas y la araña que se mueve incansablemente para desgracia de mi hija que siempre se queja de que vivamos en un piso alto.

Por estos tiempos me cuesta mucho escribir, las ideas no aparecen, pero no ha declinado mi gusto por la lectura. Tengo muchas anécdotas con mi padre, así que voy a empezar con una que, aparte, me resulta muy graciosa.

Hace más de veinte años, acaso allá por los noventa, trabajamos juntos. Un cliente nos pidió que evaluáramos un negocio en el exterior, así que decidimos viajar para confeccionar una propuesta. Yo tenía unos amigos, a los que en adelante llamaré “los chicos”, que se iniciaban en el negocio de las agencias de viaje. Y quería ayudarlos. Así que los fui a ver para armar el viaje. Cuando le dije a papá que yo me ocuparía, me advirtió: “Por favor esmerate y organizalo bien”.

Los chicos me ofrecieron un paquete bastante razonable y lo tomé. Llegó el día y estaba muy entusiasmada. ¡Mi primer viaje de negocios! Lo tome a pecho y adopté el look “executive”: trajecito azul, camisa y un foulard al tono. Zapatos, cinturón y cartera del mismo color y una valijita tipo azafata. Todavía no eran tiempos de las laptops, de ser así, ¡la hubiese cargado conmigo!

El viaje, en business class. Todo muy bien, yo muy concentrada en el trabajo por realizar. Casi no dormí, mi cabeza iba a mil y me preguntaba y contestaba imaginando diálogos con las personas que íbamos a ver. Papá, en cambio, dormía a pata suelta con un antifaz. También se había mandado una copa de vino. Yo no, y aun hoy no lo hago, pues sé que su efecto representa más horas de jetlag.

El vuelo tenía una escala con cambio de avión y eso no le causó mucha gracia a papá, pero, bueno, no era para tanto. Así que bajamos y nos fuimos al salón de la aerolínea a hacer tiempo. Una bebida, algo para comer y el cambio al otro avión. Cuando subimos la azafata tomó nuestros boarding pass y nos dijo: “Fila 33 asientos A y B..

—Sonia, ¿qué es esto¿, ¿que pasa?

—Bueno, pa, era más barato con un tramo en ejecutiva ¡y otro en económica!

—No lo puedo creer, dale, vamos.

Nos sentamos y el ambiente se cortaba con cuchillo. Papá me echaba unas miradas horribles y acomodaba las cosas con fastidio. Yo, nerviosísima.

Al rato, me agarró el brazo y me dijo: