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Editados por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2004 Lucy Gordon. Todos los derechos reservados.

Falsa relación, Nº 1930 - octubre 2012

Título original: The Monte Carlo Proposal

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2005

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Jazmin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-1121-8

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Capítulo 1

 

La historia narrada por Della

 

Sin duda era un vestido precioso: plateado, de un fino tejido que se ajustaba al cuerpo sensualmente, con un gran escote y un seductor corte lateral. Hacía que mis senos parecieran más grandes y mi cintura más estrecha. Se pegaba tanto a mi piel que era fácil adivinar que no llevaba nada debajo. Y cuando digo nada, quiero decir absolutamente nada. Era sensacional, provocativo y sexy.

En cualquier otra ocasión me habría encantado llevarlo puesto. Pero no en las circunstancias en las que estaba. Sabía demasiado bien por qué el degenerado de Hugh Vanner había insistido tanto en que me lo pusiera. Quería que sus también degenerados amigos tuvieran un juguete con el que entretenerse.

En aquellas circunstancias, cualquier mujer con un mínimo de sentido común habría salido huyendo. Pero era difícil escapar de un yate, aunque estuviera atracado en el puerto de Monte Carlo.

Me habían contratado en Londres como camarera, pero supongo que había sido una ingenua al creer que era eso realmente lo que querían de mí. A pesar de todo, mi situación financiera no me permitía remilgos a la hora de seleccionar un empleo.

Acababa de terminar mi contrato en unos grandes almacenes y no había logrado encontrar otro trabajo. Mi precaria economía me obligaba a aceptar lo que fuera. El dinero ofrecido para aquel viaje era bueno, así que me había limitado a cerrar los ojos, cruzar los dedos y decir que sí.

Sin duda, había cometido un error fatal.

Había embarcado en El Silverado en el puerto de Southampton. Aunque lo llamaban yate, era un barco en toda regla, con más de doscientos metros de eslora, trece camarotes, un bar, una piscina y un comedor para veinte personas.

No habían pasado ni cinco minutos desde mi llegada a la portentosa nave cuando me di cuenta de mi error. Aquel lugar olía a dinero sucio.

Por supuesto que, como a casi todo el mundo, me gusta el dinero, pero, por razones que no puedo exponer ahora, me preocupa su procedencia.

A pesar de todo, mi situación era tan precaria que, aun en contra lo que me dictaba mi buen juicio, me quedé.

Varias horas después, conocí a Vanner. En cuestión de segundos su grasienta y repugnante presencia me advirtió de mi terrible equivocación.

–Te lo pondrás –me dijo mirándome de arriba abajo con lascivo apetito–. Le dije a la agencia que quería belleza. Me gusta que mis invitados se lo pasen bien. Ya me entiendes.

Por desgracia, lo entendí a la perfección, pero ya estábamos navegando y era muy tarde para abandonar mi puesto.

–Así que tú eres Della Martin –dijo él, inspirando con asmática vehemencia y soltando su repugnante aliento sobre mí–. ¿Cuántos años tienes?

–Veinticuatro.

–Pareces más joven.

Lo sabía. Siempre me lo decían. Mis grandes ojos iluminaban mi rostro con una inocencia pueril. El pelo rojo, que había cortado erróneamente con intención de parecer mayor, me daba el aspecto de un muchacho adolescente. Y, lo que era aún peor, a Vanner parecía encantarle.

–Serías fabulosa sin sonrieras. Tienes que sonreír. Todo el mundo en mi yate tiene que estar feliz.

Estaba continuamente hablando de «su yate», pero por mucho que se empeñara en fingir, no era suyo. Lo había alquilado.

Según me habían dicho, se trataba de una convención de negocios, pero resultó ser un crucero de placer al que algunos se habían llevado a sus amantes, otros a nadie y ninguno a su esposa.

Yo compartía camarote con Maggie, una mujer definitivamente conocedora de sus deberes en el yate.

–Aquí hay muchos peces gordos. Suficientes para las dos –me dijo.

Dada mi situación financiera, despreciar la oportunidad de sacar un suculento pellizco era a, ojos de Maggie, una estupidez.

–Mejor para mí –acabó concluyendo–. Así toco a más.

Las cosas no me fueron tan mal hasta que llegamos a Monte Carlo. Había tenido que esquivar a unos cuantos viajeros sobones, pero nada que no pudiera superar con una sonrisa.

Lo malo sucedió al atracar en el puerto.

Vanner se puso furioso cuando otro yate de unos cien metros más de eslora que el suyo se colocó junto a nuestro lado. Se trataba de El Halcón, y hacía que El Silverado pareciera una cáscara de nuez en comparación.

La cosa empeoró cuando descubrió quién era su propietario: Jack Bullen, un genio de las finanzas que había logrado enriquecerse usando su inteligencia en lugar de sus puños. Era uno de esos personajes que estaban siempre en las páginas de economía. No podía decir que fuera el tipo de prensa que yo leía habitualmente, pero procedo de una familia profundamente interesada en el dinero, sobre todo en el de otros, así que sabía quién era.

Jack Bullen podía permitirse comprar cualquier cosa, hacer lo que quisiera e ignorar lo que no le agradaba. Muy poca gente estaba a su nivel.

Aquella circunstancia alteró a Vanner y lo obligó a hacer un desorbitado despliegue de medios con la intención de impresionar a su adversario.

Compró unos impresionantes gemelos de diamantes que hizo enviar, a modo de presente, con una nota de invitación para el rival millonario.

Jack Bullen respondió con otra nota en la que decía no aceptar regalos de desconocidos.

El ácido sentido del humor que intuí en su contestación me agradó, pero pensé que el ánimo lúdico era sólo producto de mi imaginación. No me parecía posible que un ricachón de aquéllos tuviera la inteligencia ni el ánimo para hacer alardes de ironía.

Vanner trató de contactar con su vecino a través del teléfono del barco para invitarlo a cenar. Pero fue informado de que el señor Bullen había desembarcado y no volvería hasta más tarde.

Aquella nueva negativa enfureció a mi jefe, y fui la primera en sufrir las consecuencias.

–No estás cumpliendo con tus deberes, Della –me dijo irritado.

–¿Qué? –respondí, claramente molesta–. Hago el doble de trabajo porque Maggie nunca está en su puesto.

–Está ocupada con... otras tareas –dijo él–. Es una chica muy solicitada. Pero le estás dejando toda la responsabilidad a ella.

–Yo soy camarera, señor Vanner.

Él se rió repulsivamente.

–Por supuesto, Della. Pero una camarera especial. No es suficiente con que sirvas cenas y alguna que otra copa. Tienes que hacer felices a mis invitados.

–Les hago felices. Les sonrío y les cuento chistes, y no protesto cuando se propasan un poco.

Su impaciencia se hizo patente.

–Sé que lo estás intentando, pero no es suficiente. Te he dejado un bonito vestido en el camarote y quiero que te lo pongas.

En el instante mismo en que vi el vestido supe que mi situación había empeorado notablemente. Jamás debería habérmelo puesto. Erróneamente asumí que, si había sido capaz de evitar problemas hasta entonces, no me sería tan difícil superar aquel trance.

Pero la indecente mirada de Rufus Telsor, quien ya me había causado ciertos problemas desde el principio, me dijo que no iba a ser tan fácil.

Muy pronto me vi acorralada por él y por su inseparable amigo Williams.

La conversación que se estableció fue del tipo “Venga, nena, sabes que en realidad quieres”. No hace falta que dé más detalles.

Después de un acoso insoportable, logré librarme de ellos de malos modos y salí huyendo.

Pero no había forma de esconderse en aquel confinado espacio. Mi única vía de escape era el agua.

Sin pensármelo, me subí a la barandilla y me lancé a la oscura profundidad del mar.

Menos mal que era una buena nadadora y que sabía contener la respiración.

Cuando finalmente salí a la superficie, me alejé a toda prisa del barco y me dirigí a la orilla.

En el puerto, habría tenido graves problemas para subir de no haber sido por un gentil caballero que me echó una generosa mano. Pero su ayuda se limitó a sacarme del agua. Iba acompañado de una dama que, nada más verme, gritó. Pronto comprendí por qué: mi fino vestido plateado se había convertido en una leve tela transparente.

–Vámonos de aquí –dijo ella de inmediato.

–Sí, claro... –dijo el hombre confuso, dudoso, avergonzado y, a un tiempo, ansioso por mirar el espectáculo.

–¿Podrían decirme dónde está el consulado británico?

–Ni idea –dijo el hombre–. Pero vaya al casino. Allí hay muchos ingleses.

La pareja desapareció.

Emprendí el camino hacia el centro de la ciudad, no sin dificultad. Había perdido los zapatos y tenía que permanecer oculta entre las sombras, para evitar que me detuvieran por escándalo público.

Conseguí llegar hasta el casino y me adentré en el jardín sin llamar la atención.

Pero pronto me di cuenta de que tenía un grave problema. No podía entrar así.

Vi una puerta abierta de la que salía un ancho haz de luz. Se intuían sombras y risas. Era un escenario tentador, el tipo de lugar en el que tiempo atrás me habría sentido como en casa.

Había jugadores, gente que vivía siempre al límite. Me gustaba. Perteneciendo a mi familia, no podía ser de otra manera.

No obstante, en aquel momento no podía ni plantearme entrar allí. Estaba desesperada, mojada, mal vestida y sin un penique en el bolsillo.

De pronto, alguien salió del casino. Era un hombre y, al parecer, necesitaba tomar un poco de aire fresco, pues se detuvo y miró al horizonte.

Iba impecablemente vestido con un esmoquin convencional, pero no fue la ropa, sino el hombre, lo que llamó mi atención. Era alto, de hombros anchos y piernas eternas, con un cabello espeso a punto de rizarse. Era patente que se trataba de uno de esos animales saludables que saben disfrutar de la vida.

Probablemente, careciera de cerebro, pero, ¿qué más daba?

Pronto me di cuenta de que mi pensamiento no iba bien encaminado. Era, precisamente, por culpa de los hombres por lo que me hallaba en aquel aprieto. No podía perder el tiempo admirando a ningún ejemplar, por impresionante que fuera. Tenía frío y me encontraba en una situación desesperada.

Inesperadamente, se encaminó hacia el arbusto en el que estaba escondida. Se detuvo junto a él y, sin que me diera tiempo a reaccionar, noté que me agarraba de la oreja. Me hizo daño, así que mi acción inmediata fue propinarle una sonora patada en sus partes sensibles.

Él gritó, dando pruebas de mi puntería.

–¡Sal de ahí! –me ordenó.

Le crucé la cara con un puñetazo y él decidió que ya había tenido bastante, porque se lanzó contra mí y acabé en el suelo, con su bello cuerpo sobre el mío.

La postura me hizo confirmar que, efectivamente, era un espécimen en plenas condiciones físicas. Podía notar la perfecta musculatura de su cuerpo.

Con la oscuridad, no podía verle el rostro, pero sus ojos brillaban intensamente y su aliento me golpeaba la cara con fuerza. Se me aceleró el corazón.

–¡Quítese de encima!

–¡Cielo santo! –dijo él al verme la cara–. ¿Qué demonios...

–¡He dicho que se quite de encima!

Finalmente se levantó y yo me puse de pie, con su inestimable ayuda. Me agarró de la muñeca y no parecía dispuesto a soltarme.

–¿Quién es usted y por qué ha saltado sobre mí?

–Soy un hombre a quien no le gusta que le roben.

–¡Yo no le he robado nada!

–Pero iba a hacerlo. ¿Por qué si no estaba escondida entre los arbustos? Sé las estrategias que usan los ladrones.

–¡Qué listo! Pues esta vez se ha equivocado

–¿Por qué está empapada?

–He estado nadando a la luz de la luna –sin saber por qué, me ruboricé–. Pensé que era bueno para la salud.

Logré hacer que me soltara pero, simultáneamente, sin saber cómo, tropecé y me tuve que agarrar a él para no caerme.

Me miró de arriba abajo con interés.

–No lleva mucha ropa que digamos.

–Una observación muy aguda –dije yo con ironía.

–Ya ve, cuando me encuentro con una chica medio desnuda y completamente empapada suelo darme cuenta, sobre todo si la tengo casi encima.

La desesperación me hizo olvidar por completo mis buenos modales.

–¡Váyase al cuerno! ¡No soy una ladrona!

–Pues lo parece. Se oculta entre los matorrales a la espera de alguna víctima. Debe de pensar que todos los que van al casino son multimillonarios.

Era absurdo ponerme a discutir con él, pero no pude evitarlo.

–Para que lo sepa, he estado en casinos suficientes como para saber que la gente suele salir de ellos mucho más pobre de lo que entró. De no ser así, todos los casinos habrían quebrado.

–Veo que es una experta. ¿Se especializa en casinos? Espero encontrar a su cómplice.

–¿Mi qué?

–La persona que la advirtió de que yo había tenido suerte esta noche.

–Eso lo dirá usted. Incluso los que pierden todo dicen haber ganado.

–¿Qué se cree que es todo eso que está desparramado por el suelo? –me preguntó él, señalando unos papeles esparcidos.

Por primera ve me di cuenta de que el suelo estaba cubierto de billetes.

–Son mis ganancias –continuó él–. Y se me han caído por su culpa.

–¡No me culpe! –dije yo–. Ha sido usted quien se ha lanzado como una fiera sobre mí. No era mi intención robarle.

–Yo creo que ya hemos intercambiado suficientes cumplidos. ¿Por qué no me dice qué está haciendo y por qué?

–Estoy buscando al cónsul británico –dije yo con dignidad.

–¿Vestida así?

–Precisamente quiero verlo porque estoy vestida así.

–Necesita ayuda, ¿verdad?

–¡Lo ha adivinado!

–Tengo una inteligencia brillante –respondió él en un tono jocoso, sin dejar que mi tono humillante lo hiriera.

–Estoy huyendo y no tengo dónde esconderme –dije.

–¿De qué huye?

–De un yate. Se llama El Silverado y está atracado ahí. ¿Lo ve? –desde donde estábamos se intuía levemente el barco–. Es el que está al lado de aquel tan vulgar.

–¿Se refiere a El Halcón?

–¿Lo conoce?

Por un momento tuve la sensación de que se sentía incómodo.

–¿Por qué se refiere a ese yate como si fuera deleznable? ¿Conoce al dueño?

Me dio la sensación de que tenía alguna relación con el barco. Quizá fuera miembro de la tripulación de El Halcón.

–Sé que pertenece a un tal Jack Bullen y que Hugh Vanner, el propietario de El Silverado, ha estado tratando de contactar con él. Si Hugh Vanner es un impresentable, asumo que Jack Bullen también lo será.

–Supongo que eso tiene bastante sentido –admitió él.

–Incluso le ha mandado un par de gemelos de oro y diamantes.