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Akal / Hipecu / 63

Joaquín Chamorro Mielke

Ciencia y filosofía

Ontología y objetividad científica

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Diseño de portada

Sergio Ramírez

Director de la colección

Félix Duque

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ISBN: 978-84-460-4060-6

 

 

Introducción

Pocas distinciones de la tradición filosófica encontramos tan claras como la que separa la noción de existir una cosa de lo que esa cosa es; la existencia de la esencia; el mero existir algo del ser ese algo de esta o la otra manera y tener estos o aquellos atributos; el ser como «existir» del ser como cópula. Pero el lego en cuestiones filosóficas muy probablemente pensará –en el apogeo de la edad científica– que tal distinción es forzada: realmente una cosa existe como un sistema de notas características perceptibles que nos permiten conocerla, y eso es todo. Sostener que haya un «orden del ser» (o del aristotélico «ser en cuanto ser») y un «orden del conocer» disociables, como si constituyesen dos dominios que pudieran verdaderamente estar aparte uno del otro –pensará–, es una afirmación que obedece a algún interés particular de ciertos filósofos indagadores de supuestas realidades fundamentales, metafísicas, que sólo su fantasía podría albergar. Y tendrá toda la razón: el ser en cuanto ser, el mero existir algo, no es nada intuible ni cognoscible (ni siquiera indirectamente); nada experienciable en general. Sin embargo, no otra cosa hace espontáneamente el lego, sin ser consciente de ello: ese conjunto de notas distintamente observables que parecen componer el todo particular que es «este caballo» –dirá– existe hic et nunc, lo veo, lo palpo, lo reconozco como individuo de una especie, etc.; no es producto de mi imaginación. Pues todos filosofamos, legos o no en filosofía, y no nos basta con suponer que algo existe porque tengamos una experiencia de ese algo que podría-mos, o podrían otros, fácilmente diferenciar de una alucinación. Por eso, no menos espontáneamente concederá el lego que el «ser real» (y así lo llamará), en cuanto opuesto al imaginario o al alucinatorio, es el ser que es real en sí mismo, independientemente de que alguien lo observe, y el cual seguirá siendo un ser real sin su percepción por otro ser real. Pero esto es tanto como decir que hay un ordo essendi que no depende de ningún conocimiento. Y así, su idea del existir implica, a la inversa, de una manera primera y últimamente determinante, el del conocimiento (porque tengo, aquí y ahora, la experiencia de este animal, como queriendo decir: existe porque lo veo, lo palpo, etc.; no que lo vea y lo palpe porque exista independientemente de mis sensaciones). Nuestro filósofo espontáneo distingue, pues, de hecho, entre ser y conocer, admitiendo los dos órdenes. Si le indicásemos que la existencia independiente de esa entidad percibida es simplemente una deducción que él hace a partir de sus percepciones estaría entonces plenamente de acuerdo, pero quedaría desconcertado ante la obviedad consiguiente de que la existencia como tal no se puede percibir. Así pues, aunque perplejo, admitiría al cabo los dos órdenes como igualmente originarios, pero no saldría de su perplejidad.

Se diría que aún hoy nadie, ni el lego ni los filósofos que han asimilado los resultados de todos los esfuerzos históricos del pensamiento filosófico podrían jamás hallar otro modo de concebir esta dicotomía, de aspecto tan tradicional, entre ser y conocer, que no fuera o desde o contra el conocer o, más generalmente, el pensar, y justamente desde o contra el pensamiento en tanto que reconocidamente opuesto y extrínseco a la realidad de lo pensado. Pero este muro entre los dos órdenes nunca detendrá nuestra aspiración, nunca satisfecha (¿lo ha estado verdaderamente alguna vez?), a la verdad filosófica acerca del existir como tal sin la mediación desrealizadora de una teoría del conocimiento; a tener una idea adecuada de la realidad pura (extraña expresión, que extrañamente nunca ha figurado en ningún texto filosófico y que difícilmente haríamos coincidir con cualquier otra afín, como el «Ser» eleático, o el «puro ser» de Hegel, equivalente a la «pura nada»).

El lego ilustrado y el conocedor más o menos profundo de la filosofía coinciden, pues, aquí en un plano fundamental. Es el plano «mundano» o de la Lebenswelt. En él tiene el filósofo académico, no menos que el lego, sus raíces: sólo sus frutos pueden ser distintos, pues a diferencia de éste vive en perpetua polarización con ese plano, no obstante su arraigo en él, buscando y señalando, con mayor o menor acierto crítico, errores e incongruencias –algo así como las malas hierbas–, y no pocas veces introduciendo él mismo otros nuevos desaciertos que modularán y modelarán, tanto como los aciertos reconocidos, las ideas dominantes de su época. Pero, en cualquier caso, el «mundano» y el especialista coinciden en lo fundamental. Y el relieve de ese su suelo común es el rostro de su época, que expresa su carácter y su forma de vivir y de pensar. Un relieve hoy condicionado por las ciencias (naturales y humanas) y por las concepciones filosóficas que espontáneamente brotan de ellas como excrecencias suyas.

La ciencia y la tecnología modernas han transformado radicalmente el medio natural humano; han creado un ambiente diferente de cualquier otro conocido en el pasado, del mismo modo –y no es exagerada la comparación– que la atmósfera física de nuestro planeta, con su 21 por 100 de vital oxígeno, fue una recreación, a partir de una atmósfera primordial reductora, de los primeros microorganismos fotosintéticos, siendo desde entonces el oxígeno un elemento trófica y energéticamente imprescindible en todos los seres vivos. Un cambio análogo ha redefinido, y sin duda lo hará aún más en el futuro, las condiciones de nuestras vidas. Si observamos los resultados y los efectos de la ciencia y la tecnología hasta hoy, puede decirse que la revolución industrial, iniciada en el siglo xviii, pero socialmente determinante desde alrededor de 1830, marca incluso –si consideramos sus repercusiones naturales en nuestro planeta–, el inicio de un nuevo período del cenozoico cuaternario (si no la Quinta Era geológica): el período antrópico. Y un rasgo hasta ahora característico y determinante de este período no pudo ser, lógicamente, otro que la idea, híbrida de empirismo y realismo y universalmente aceptada, de que el ser –cualquier ser– es el ser científicamente conocido.

Siempre que hoy se discute acerca del efecto de este nuevo milieu científico y tecnológico sobre la vida humana, parece como si las cuestiones que se refieren a la tecnología y al modo como ella lo condiciona, o las que sólo se fijan en los resultados de la exploración de las dimensiones macro y microscópicas del mundo, esto es, al aumento del conocimiento, fueran las únicas que pueden afectar e interesar al ser humano: tan convencidos estamos de que la cuestión del ser de las cosas descubiertas, descritas y explicadas por la ciencia se reduce a su ser halladas y reflejadas por las teorías científicas. Y así es hoy común a casi todo el pensamiento mundano espontáneo la disposición a recibir esos resultados (el big bang, la doble hélice de ADN, el espacio-tiempo, las numerosas partículas elementales, las leyes económicas, las regularidades sociológicas, las leyes de las distintas psicologías empíricas, los hallazgos de la neurociencia, etc.) como revelaciones de lo que hay tras los fenómenos «tradicionales» o precientíficos en el sentido de que de eso que hay detrás emana lo más aparente, esto es, los fenómenos «de siempre». Continuamente se nos revela la existencia de seres, o la efectividad de hechos, que, aunque en la mayoría de los casos son observables indirectamente, los describimos de la misma manera que en las edades precientíficas describíamos aquellos fenómenos macroscópicos. Pero pensamos que son los «verdaderos» fenómenos. Estas «revelaciones» de hechos regulares y contrastados, a los que la ciencia da carta de realidad contrastada, automáticamente las tomamos como revelaciones de realidades nuevas en un particular sentido óntico: el de la existencia positiva, por decirlo así, de entidades que componen y sostienen los hechos «de siempre» observados afirmándose a su vez en ellos. Y siendo además los hechos como tales lo filosóficamente esencial (incluido el hecho de percibir, observar y contrastar científicamente cualquier cosa). Ya Wittgenstein redujo de un modo positivista y pragmático en su Tractatus las entidades a hechos elementales, que no son sino estas mismas en tanto que están fácticamente ahí, entre otras y entre y ante nosotros, componiéndose «molecularmente» con otras y con nosotros para producir hechos aún más complejos, funcionando, deviniendo, transformándose y transformándonos, pero que, en definitiva, existen porque, teórica o prácticamente, nos relacionamos con ellas, sin importar su existencia propia, meramente deducida y así supuesta, pero filosóficamente carente de interés. (Y continuó siendo en tal sentido positivista y pragmático en su etapa posterior, lo mismo que los filósofos analíticos del lenguaje y de la ciencia posteriores a él, por mucho que reconocieran y tematizaran la dependecia teórica de los hechos.)

El ser humano universalmente occidentalizado del nuevo período geológico no cesa de conocer, de descubrir fenómenos tras fenómenos y detrás de fenómenos, de recibir revelaciones. Y en todas ellas resuena la evidencia de que los hechos y las entidades descubiertos son reales porque son directa o indirectamente observables y confirman las teorías que a ellos se refieren. Las confirman no definitivamente, se insiste, pues la ciencia evoluciona, y sus resultados nunca son ni serán definitivos, aunque sí confirman definitivamente la validez de su método, de su forma de tantear el mundo y describirlo científicamente. Y, así, frecuentemente leemos en libros de filosofía de la ciencia, o simplemente divulgativos, o incluso en los medios de comunicación, que, igual que el horizonte terrestre se aleja conforme avanzamos hacia él, el del mundo científicamente explicable se desplaza continuamente con cada adelanto del conocimiento teórica y empíricamente fundado, y que nunca veremos un límite. Para el «realismo empírico» actual cuentan primariamente los hechos, siendo las entidades, base real de los hechos, como tales filosóficamente ininteresantes fuera de una consideración analítica, y fáctica a su vez, de la «ontología» de un teoría científica.

Pero, sobre esta disposición del pensamiento, después de todo razonable en la medida en que el ser o existir algo evidentemente no se puede conocer, o no tiene sentido hablar a este respecto de conocimiento, se monta otra menos razonable: la de que el orden del ser debe disolverse en el del conocer (científico). Y el supuesto carácter definitivo del método científico no deja a su vez de dar pábulo a la creencia de que la realidad de las cosas descubiertas por la ciencia se funda en nuestro conocerlas –en nuestro descubrirlas y explicarlas–. Sin duda podemos, alegarían unánimes el especialista y el lego ilustrado, distinguir entre su ser y su ser conocidas, descubiertas o confirmadas por experimentos, pero sólo su conocimiento prueba su existencia. En cualquier caso, la existencia de las cosas se deduce del hecho de que las observamos guiados por las teorías, aunque sólo sea aproximativamente, afirmarán con rotundidad. Las cosas están ahí, esperando que las describamos y expliquemos definitivamente, aunque jamás lo consigamos del todo. Rara vez dirán: las observamos porque algo en ellas obra por y desde sí mismo, por muy teóricamente mediado que ese algo se nos presente.

Pero, sea como fuere, nunca dejaremos de remitirnos filosóficamente a entidades que soberanemente se nos imponen o nos oponen resistencia (en el sentido que W. Dilthey dio a este concepto en su artículo «Acerca del origen y legitimidad de nuestra creencia en la realidad del mundo exterior», en Psicología y teoría del conocimiento, FCE, 1945), obligándonos a reconocerlas, padecerlas o transformarlas, y que declaramos reales por eso mismo, porque nos trascienden poderosas. Nunca dejaremos de suponer que nos trascienden ellas mismas; que tienen un poder absoluto e irresistible sobre nosotros porque son reales en sí mismas. A pesar de que no podamos concebir filosóficamente esa su realidad propia sino desde nuestro ser afectados por ellas. Pero esto es lógico: como cada uno de nos-otros es un ser real, no podemos representarnos nuestro ser igual que nos representamos las cosas fuera de ellas mismas, y no pudiendo así tener una idea de nuestro propio ser real, tampoco podríamos tenerla del de los demás seres. Y así, nuestra idea de realidad no consigue definir ningún ordo essendi. Parece que nuestras formas de concebir ese orden están condenadas a permanecer cautivas del conocimiento y de la interminable crítica del conocimiento.

Si alguna vez acertásemos a concebir de manera plenamente satisfactoria para nosotros nuestra propia realidad, la intelección de la de los demás seres del mundo se nos daría por añadidura: la inteligiríamos inmediatamente por analogía. Pero aquí se interpone el mayor de los obstáculos: cuando nos proponemos indagar filosóficamente lo que significa ser algo real, jamás pensamos en nuestro propio ser real, el más inmediato, y cuando parece que nos fijamos en él, invariablemente recurrimos a abstracciones de nosotros mismos, como nuestra mente, nuestro «yo» de cada uno, supuestamente autoconsciente, o ciertas funciones de nuestra mente o de nuestro organismo. Y es que, al no poder relacionarnos realmente más que con todo cuanto no es nosotros mismos, inevitablemente pensamos nuestro propio y realísimo ser como otro distinto de nosotros mismos; y como la idea del ser real necesariamente tiene que partir, si ha de ser justa con la realidad, es decir, ajustarse a ella, de la realidad nuestra, de cada uno, nos pensamos a nosotros mismos como otros que nosotros mismos –y, en consecuencia, a los demás seres como otros que ellos mismos–, dentro siempre de unas extrañas coordenadas trascendentales. Y así tendemos casi automáticamente a pensar nuestro mundo, sometido a esas coordenadas, como una totalidad compuesta de entidades esencialmente conectadas entre sí, siendo toda esa conjunción y sus relaciones lo verdaderamente real, la totalidad de lo existente, lo que llamamos mundo. Y éste es, sí, el mundo, pero el mundo sin nosotros, concebido extramundanamente, desde un imaginario puesto de conocedores a él trascendentes. Sólo al final, cuando cree-mos tener así una idea adecuada de la realidad, del ordo essendi, nos añadimos a nosotros mismos como parte real del mundo. Pero en esta adición hay un aspecto grotesco: como hemos creído conocer la realidad como esa totalidad –una totalidad de la que inicialmente nos habíamos excluido– desde una perspectiva suprema, mas paradójica (el «punto de vista divino» de Malebranche), cuando finalmente procedemos a reintegrarnos a ella desde la evidencia de nuestra realidad indudable, no podemos evitar desdoblarnos imaginariamente para contemplarnos a nosotros mismos insertos en el mundo… desde fuera del mundo. De la misma manera que todos nos disponemos a deducir la realidad del caballo en el prado del hecho de verlo y de tener percepciones contrastadas y compartidas del mismo, consideramos nuestra propia realidad «deduciéndonos» a nosotros mismos –para lo cual necesitaríamos duplicarnos–. Sobre esta extraña ubicuidad seguramente J. L. Borges habría escrito, de haber llegado a advertirla, una de sus narraciones características. ¿Pero es ésto concebir uno adecuadamente su propia realidad de ser real y, por ende, la de los demás seres del mundo?, ¿o es acaso inevitable –inquietantemente inevitable– que nos formemos un concepto de la realidad de las cosas que nos rodean desde unas «coordenadas cognoscitivas»; que no podamos rebatir ni refutar, de una forma que obre además en nosotros de manera real y efectiva, el principio, aún hoy tiránico, de que el ser es el pensar (percibir algo, representárnoslo, recordarlo, imaginarlo, deducirlo, etc.); que todo intento de probar el error de este principio tenga irremediablemte que fundarse contradictoriamente en él mismo? (pues «con razón» pensamos hoy unánimemente, pero meramente pensamos, que el ser no es el pensar).

De algún modo la realidad empieza en y por uno mismo, pues uno mismo es indudablemente un ser real, y también uno mismo el que quiere comprenderla. Así lo reconocieron Descartes, Kant y los idealistas poskantianos, y así lo supuso el proyecto husserliano de una «egología» trascendental. Pero esta evidencia estaba en ellos sesgada por el sobreentendido, por el prejuicio occidental, de que la realidad es primariamente ese mundo frente al ego que lo percibe, y al que siempre posteriormente debe el ego reintegrarse, con lo cual «uno mismo», por quien la realidad de algún modo empieza, resultaba siempre ser una parte de aquel mundo trascendente a «uno mismo», al cual «uno mismo» debía secundariamente reincorporarse. De ahí la manera cartesiana de definir aquella realidad inconcusa de la que debemos partir, y que es indudablemente «uno mismo»: una cosa del mundo que piensa, es decir: un yo que absorbe el mundo, unificando ambas instancias, lo absorbente y lo absorbido en un Todo que, paradójicamente, yo contemplo separado de tal Todo, al haberme desdoblado en un primero y un segundo yo, el cual segundo ocupa una posición trascendente a esa conexión y es origen de unas «coordenadas cognoscitivas» que no permitirán concebir la realidad más que justamente como pensamiento. Descartes y, en general, el idealismo racionalista, el empirismo y todas las síntesis de empirismo y realismo habidas hasta hoy, y aún hoy dominantes no sólo en las diversas comunidades científicas, sino también en el actual pensamiento «mundano», partieron de diversas maneras de una analogía perfectamente racional y legítima entre el existir de las cosas y el existir nuestro, de cada uno de nosotros. Pero, siendo nuestro existir esencialmente un relacionarnos con los seres que nos rodean y nunca con nosotros mismos –pues una relación reflexiva no puede ser, en sentido filosófico, real–, aquella analogía terminó en una confusión del real relacionarse las cosas entre ellas con el real relacionarnos nosotros con ellas, lo cual sólo puede suceder en nuestra imaginación. Y así, el pensamiento moderno, tanto mundano como académico, creyó, y continúa creyendo, de manera más bien inconsciente, en amplísimos sectores, que ser o existir algo es ser ese algo conocido, percibido, observado, científicamente contrastado en sus propiedades, funciones, relaciones, etc. Y siempre desde y para «uno mismo» (desde y para cada científico, cada filósofo y cada individuo culto actual). Incluso cuando, con la más rotunda convicción y sobra de razones, se afirmó que ser algo no consiste en ser ese algo conocido, en el fondo se afirmó, y se sigue hoy afirmando, que se conoce que el ser no es el «ser conocido». La causa, digamos que «intrafilosófica», de esta persistencia es evidente dentro del planteamiento que acabamos de hacer: el conocer es una operación real y efectiva de nuestro ser (dicho sea en la manera abstracta, pero clara, de los escolásticos), y no podemos salirnos de nuestro ser y sus operaciones; luego, paradójicamente, no podemos más que conocer, como si fuera un hecho más del mundo, que el ser no es el ser conocido.

Esta razón filosófica salió reforzada, por la vía de la praxis, por los últimos acontecimientos del mundo moderno: desde el siglo xix, la ciencia, la industria y la ingeniería se alían y se ceban mutuamente; se genera la espiral irresistible del progreso material de la humanidad, y esta dinámica, que, como la de los huracanes, se hace cada vez más poderosa, y que hoy es arrolladora fuera de muy especiales sectores del pensamiento filosófico más circunspecto, tuvo que dejar una marca hondísima, casi monstruosa –quizá también un herida, aún hoy sangrante–, en la oscura matriz inconsciente de las formas de vida, de las ideas de carácter filosófico sobre el mundo, la naturaleza y la sociedad y, sobre todo, de las creencias (en el sentido orteguiano). Esta marca se observa en la tendencia a, por una parte, considerar los descubrimientos de lo que hay detrás o debajo de los fenómenos «tradicionales» como revelaciones de realidades subyacentes, fundamentales, que parecen analizar, des-integrar y, al cabo, poco menos que des-realizar las entidades y los hechos antes más aparentes, y, por otra, a concebir un mundo construido con esas realidades subyacentes, que explicarían en un sentido óntico las antiguas apariencias, ahora en buena parte desrealizadas. Piénsese sólo en lo que hoy han llegado a significar para no pocos filósofos espontáneos los fenómenos subyacentes al «árbol (evolutivo) de la vida», antes ocultos y ahora desvelados, o las combinaciones del alfabeto genético molecular respecto a su expresión fenoménica «tradicional» (fenotípica) en los seres vivos. Pero a nadie se le ocultaría, si reflexionase sobre ello, que la realidad de estas otras realidades encontradas, cuya observación en la gran mayoría de los casos no es directa y requiere la mediación de instrumentos, continúa concibiéndose a la manera tradicional. La manera consistente, como hemos señalado, en obviar el filósofo, o el científico filosofante, o el lego ilustrado, su realidad propia e individual y erigirse en cada ocasión en reconstructor del mundo desde fuera del mundo –pues él es el «conocedor universal», capaz incluso de tener conocimiento de que el ser real no es, como creían los absurdos idealistas, el conocer, el pensar, el percibir, pero de la misma simple manera que lo tiene de que los mamíferos no provienen de las aves.

El presente ensayo pretende mostrar cómo los resultados de la ciencia contemporánea nos inducen, merced a nuestras predisposiciones filosóficas tradicionales, a tomar por obvias, o a creer, casi coercitivamente, no ya las verdades de los resultados en sí mismos, sino mucho más que eso: a creer en conclusiones derivadas de esos planteamientos y principios filosóficos tradicionales en conjunción con aquellos resultados; conclusiones que, por razón de esa conjunción, son completamente ajenas a la ciencia misma –a su método, a sus hipótesis, a sus verificaciones, etc–. Conclusiones, por tanto, extracientíficas en el sentido de que no son respuestas a cuestiones internas, sino externas al framework o marco conceptual de cualquier teoría científica tal como lo definió R. Carnap1. En ellas se apoya lo que comúnmente denominamos cientificismo, y su falsa obviedad puede llegar a deformar la vida humana hasta extremos disgregadores, e incluso destructivos. Y no nos referimos precisamente a las tan debatidas consecuencias sociales y ecológicas de la tecnología científica. La philosophie spontanée des savants (Althusser), conducida hasta sus últimas fronteras, a su límite absoluto, es ya la filosofía mundana característica de nuestro tiempo. En este terreno limítrofe se mueven, y de él se nutren, no sólo los científicos que espontáneamente filosofan, sino también muchos de los filósofos académicos que «tienen en cuenta los conocimientos científicos», e incluso los que, hasta cuando reprimen las interpretaciones cientificistas en nombre de un humanismo vago y sentimental, dan rendido crédito, y hasta dotan de expresión artística o literaria, a aquellas supuestas verdades, externas e indiferentes a la ciencia misma.

La humanidad actual encuentra evidentísimo que los fenómenos, los hechos y las relaciones, antes ocultos y ahora manifiestos, que realmente hay tras los fenómenos primarios, se han revelado como la esencia y la verdad yacente tras las antiguas apariencias, de modo que estas mismas, y no sólo sus interpretaciones tradicionales, quedan ahora como desrealizadas, reducidas a meras ilusiones. Este aspecto de la humanidad actual, científicamente globalizada, es indisociable del hecho de que ella aún no se muestre –ni se reconozca– capaz de concebir un orden filosófico de lo real, el de los seres en sí mismos, más que desde el conocimiento exterior y ajeno a ellos. Y así resulta que, si bien la ciencia ha acercado al ser humano inumerables aspectos latentes del mundo, por otra parte ha sancionado y llevado al límite la tendencia tradicional, precisamente precientífica, y particularmente pronunciada en Occidente, a concebir la propia realidad del ser (individuo) humano y, junto a él, la de las novísimas entidades halladas, enajenándola de sí misma, reduciéndola a las «coordenas cognoscitivas» que exteriormente le impone el principio de que su ser es, ahora, su ser científicamente pensado. Es preciso que redimamos el ser de las cosas, y sobre todo nuestro realísimo ser individual, de esta enajenación.

1 «If someone wishes to speak in his language about a new kind of entities, he has to introduce a system of new ways of speaking, subjet to new rules; we shall call his procedure the construction of a framework for the new entities in question. And now we must distinguish two kinds of questions of existence; first, questions of existence of certain entities of the new kind within the framework; we call them internal questions; and second, questions concerning the existence of reality of the framework itself, called external questions […]. To be real in the scientific sense means to be an element of the framework; hence this concept cannot be meaningfully applied to the framework itself.» Rudolf Carnap, «Empiricism, Semantics, and Ontology», en L. Linsky (ed), Semantics and the Philosophy of Language, Univ. of Illinois Press, 1952, pp. 21-22.