ENTRE FRONTERAS

Alfredo Gaete Briseño


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TERCERA EDICIÓN

Febrero 2016

Editado por Aguja Literaria

Valdepeñas 752

Las Condes - Santiago - Chile

Fono fijo: +56 227896753

E-Mail: agujaliteraria@gmail.com

Sitio web: www.agujaliteraria.com

Página facebook: Aguja Literaria

ISBN: 978-956-6039-01-3 

DERECHOS RESERVADOS

Nº inscripción: 118.465

Alfredo Gaete Briseño

Entre Fronteras

Queda rigurosamente prohibida sin la autorización escrita del autor, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento informático

TAPAS

Diseño: Josefina Gaete Silva



“Todos los seres humanos

nacen libres e iguales en dignidad y derechos 

y, dotados como están de razón y conciencia, 

deben comportarse fraternalmente 

los unos con los otros”.



Declaración de Derechos Humanos

ONU, 1948


AGRADECIMIENTOS


En primer lugar, agradezco a los inmigrantes peruanos que acogieron mis inquietudes, pues su valioso aporte permitió que mi investigación fuera fructífera.

A Isabel, quien me animó a entrar en esta feliz aventura.

A mi madre (Q.E.P.D.), involucrada en este proyecto con una fe y una generosidad tan grandes que resultan imposibles de calcular.

A Carmen Gloria, cuyas sugerencias me permitieron modelar mejor el cuerpo de esta novela.

A Josefina, por sus recomendaciones a la 1ª edición, y su apoyo en esta publicación.

A Cristián, por sus acertados comentarios. 

A Joaquín, por la importante información que aportó.

A Alfredo, porque desde la distancia percibo sus buenas vibraciones.

A esos amigos y amigas que están siempre presentes.

A todos, deseo representarlos en una muchacha peruana, quien a través de su tiempo, su afecto y su extraordinaria disposición, me introdujo en aquel mundo:

¡Gracias, July!


 

CAPÍTULO I

REENCUENTRO CON ELISA


―Está bien, de acuerdo, me has convencido. Buscaré la forma de ayudarte.
Aquella afirmación resonará para siempre en mi mente. No deja de asombrarme cómo mi desesperación influyó tanto para conseguir de Elisa, la famosa editora que asegura el éxito, aquel favor.
No fue fácil lograr la primera entrevista. Su secretaria resultó imposible de traspasar: atenta, más bien encantadora, aleccionada para deshacerse de uno sin sacar ronchas, demostró ser de una eficacia insoportable. Acostumbrada a intermediar entre las llamadas telefónicas y Elisa, sobre todo las de los escritores que la buscan desesperados por conseguir aunque sea unos pocos minutos de su atención, sabe a la perfección cuales son las que pueden pasar.
Así, por teléfono me fue imposible acceder a ella. Mi ego lo hubiera agradecido, pero sin duda yo no estaba en la lista de los afortunados.
La obsesión por hablarle me condujo hasta su lugar de trabajo, y enfrentado a su secretaria, me pregunté en qué maldito momento había tomado la ridícula decisión de ir. Su amabilidad fue la misma que por el auricular, y luego de registrar mi nombre y teléfono, se comprometió a comunicarse conmigo apenas pudiera concertar mi anhelada entrevista.
Me sentí tonto, parado ahí, a sabiendas de ser imposible un buen resultado. Tuve deseos de acercarme a la puerta de su despacho, y contra toda norma de urbanidad, abrirla y exigir una entrevista, de inmediato, sin importar con quién estuviera reunida, si es que había alguien. Pero dudé y recapacité, era una idea demasiado estúpida, de modo que agradecí a la secretaria su gentileza y di la vuelta para retirarme a esperar una llamada que de seguro nunca recibiría.
No se me pasó por la mente, al girar, encontrarme con ella de frente.
―¡Qué sorpresa! ¿Qué te trae por aquí? ―Había olvidado por completo ese modo condescendiente que me resultaba insoportable, adquirido a medida que subía uno a uno los peldaños de la escalera del éxito, sin dar un solo paso en falso.
―Quisiera hablar contigo unos minutos... si los tienes, por supuesto. ―La timidez con que hablé me hizo sentir avergonzado, sobre todo al recibir su respuesta, impregnada en una calidez propia de quien ha conseguido una equilibrada seguridad en sí misma.
―Pero por supuesto, ven, entremos a mi oficina. ―Dirigió la mirada hacia su secretaria―. Ya sabes, Fernanda, no me pases llamadas.
Por instantes, tanta amabilidad me hizo sentir que aquella Fernanda era una inútil que jamás le había dado mis mensajes, pero de inmediato recapacité: su obligación era defender los deseos de negativa provenientes de la jefa, ocupándose de que nunca alguien pudiera percibir desprecio.
―Gracias. ―La seguí hasta su despacho, una cálida habitación rodeada de ventanales, ambientada con muebles Reina Ana en caoba, frágiles en apariencia, igual que su figura. Observé la pulcritud y el orden: cada cosa en su lugar.
Recordé la primera vez que entré allí. Recién contratada por la editorial como editora, me fue presentada para ocuparse de mis asuntos. En silencio, durante algunos instantes, su mirada recorrió mi figura del pelo a los pies. De aquello a su apartamento en avenida Providencia, mediaron solo un par de reuniones. Cualquier mujer, en la actividad que fuera, hubiera querido coquetear, y en lo posible acostarse, con aquel escritor considerado “el hombre del siglo” por la crítica feminista.
Me pareció bien trabajar con ella y a la vez gozar de una intimidad que mientras duró, fue encantadora. Pero los tiempos cambiaron...
Observé, a través del grueso ventanal, el atascamiento de vehículos y la gran cantidad de peatones que circulaban por la vereda de enfrente. Por enésima vez me pregunté qué había ocurrido conmigo, dónde estaba el exitoso escritor capaz de dar vida nueva a quien se le ocurriera tomar en sus manos uno de sus libros de crecimiento personal, o como ahora le dicen, autoayuda. Hojearlo era suficiente aliciente para no soltarlo y hurgar en las librerías hasta encontrar otro, del mismo autor, y tener más capítulos llenos de mensajes para leer y repasar una y otra vez.
Pero los tiempos cambiaron y gasté mis fondos, mientras pensaba que serían eternos.
―Te has perdido durante mucho tiempo, y... no se te ve bien. ¿Qué te ha sucedido?
―Tú lo sabes, Elisa, me abandonaste, y...
―¡Ya, por favor no empecemos con eso! Los humos se te subieron a la cabeza, enloqueciste con todas las ofertas que otras mujeres más atractivas que yo te hicieron, y terminaste por creerte eso de que el éxito, una vez que se consigue, es eterno. Y ya ves... no siempre.
A pesar de la instrucción dada a su secretaria para no ser molestados, era evidente que en cualquier momento podía entrar con algo urgente que le permitiera deshacerse de mí, de modo que decidí no andar con rodeos.
―Ayúdame, tú puedes hacerme resucitar.
―Gracias, me halagas, pero no es tan fácil.
―Pero tú, si te lo propones, puedes. Te necesito, Elisa, y reconozco que sin ti valgo la nada misma. Ya que nuestra relación afectiva parece no tener destino, lo que por supuesto lamento, y al mismo tiempo respeto, te ruego al menos que no cortes el lazo profesional. Recuerda que fui yo quien te llevó al estrellato, es tu oportunidad para devolverme la mano.
―Nunca he olvidado eso, pero tampoco el daño que me hiciste después... Déjame pensarlo, no sé si sea conveniente que tú y yo volvamos a involucrarnos.
―Pero será solo una relación profesional.
―Conoces igual que yo la falsedad de esa afirmación. Me mantiene alejada de ti el recuerdo, y tú te has hundido en tu decadencia, pero somos seres vulnerables: superada mi rabia y tú otra vez en las tablas, seremos como la miel para la abeja.
―Y eso, ¿te parece tan malo?
―Sí, porque ya una vez se convirtió la abeja en mosca y...
―¿Y?
―Pues, y la miel en… ¿Necesitas que termine la frase?
Sentí un golpe bajo y la obligación de congraciarme.
―Como has dicho, somos seres vulnerables. La fama me puso ciego, te perdí y me arrepiento. No fui consecuente conmigo, me desintegré no sé en qué momento y creo haber pagado con creces. Mira el estado en que me encuentro, y así, como alguna vez te alumbré el camino, puedes darte el lujo de hacerlo al revés.
―¿El lujo? No has cambiado mucho, ¿eh?
―Lo sé: Genio y figura hasta la sepultura; sin embargo, no creo que sea tan malo ser como soy…
Elisa arqueó las cejas, indicando un grado de desconcierto.
―Quiero decir que en el estado en que me encuentro, ser así es lo poco que me mantiene en pie.
Calló durante un rato. Hice un esfuerzo para no cortar esa pausa, hasta que ella decidiera hacerlo.
―No lo sé, déjame pensarlo.
Otro silencio inundó el lugar. Me pareció indecisa y de nuevo le permití un espacio de tiempo para ordenar sus pensamientos. Su rostro se mostró más relajado y tuve la sensación de haber logrado influir en sus sentimientos.
―Está bien, de acuerdo, me has convencido… creo tener una buena idea.
No interrumpí.
―La editorial está interesada en un tema que podría ser un buen conducto para devolverte la figuración que tanto deseas: la inmigración de peruanos en Chile... Más bien, de peruanas. Hazme una novela entretenida, al límite, y te la publico.
Quedé perplejo. “¿Es la mejor manera de vengarse que se le puede ocurrir?”
―Tú sabes que esa no es mi línea, Elisa, ¿qué pretendes?
―Me has dicho que deseas ser resucitado, ¿no?
Asentí con la cabeza.
―Bien, entonces necesitamos lograr algo que venda.
―Pero las personas, en especial las mujeres, engulleron mis libros.
―Engulleron, sí, tres libros, pero eso es pasado. Escribiste tres libros diciendo lo mismo y no te importó, ¿por qué ahora te pones tan quisquilloso? Revivirte no será fácil y el camino, obviamente, no es publicar el cuarto: ese tema se te agotó. Debemos entregar a tus lectoras algo renovado: ¡Ahora, novelista! ¿Cómo te suena? ¡El escritor de los sueños de oro, rompe los esquemas: en lugar de salvar a las personas, ahora las destruye! Tiene que ser algo así, un impacto. Suena bien… Me gusta la idea, ese libro sí será devorado, y debemos dar en el clavo para conseguir continuidad, porque si no gustas, te mueres... y créeme que para siempre.
―Me parece detestable, aparte de ser una novela...
―¡Sí, detestable! Pues más que mejor, y debe ser un verdadero golpe. ¡Al límite!, como te acabo de decir, para que dé mucho sobre qué hablar. Una historia verdadera, cruenta, que lleve al lector hasta el último rincón de los personajes. Seres sacados de la vida real, trabajados para que suden patetismo. Y lo que no consigas, invéntalo, pero que sea fuerte, hasta llegar al borde de lo creíble. Tus lectoras han olvidado su lealtad hacia ti. ¡Las despertaremos! Será un escándalo para ellas, el más encantador de los escándalos. Ya tendrás tiempo de justificarte ante los medios de comunicación: televisión, radio, revistas... Ya armaremos algo.
―¿Y sobre peruanos?, ¿si nada sé de ellos? ¿No te parece pedirme demasiado? Ni siquiera he ido a ese país, y con el estado de mis finanzas las posibilidades de viajar son nulas. Creo que en verdad me estás tomando el pelo.
―Tal vez sea mejor que no los conozcas. Podrás evaluarlos con absoluta imparcialidad, míralo desde ese punto de vista y te parecerá una gran ventaja. Su risa apareció de improviso para sellar sus palabras, poniéndome los pelos de punta. En verdad estaba cambiada, sin duda no era la mujer que alguna vez conocí. Su largo rostro pálido, apenas delineados los ojos bajo esas cejas casi tan oscuras como el pelo liso que le caía sobre los hombros, le daban una expresión diferente, y su voz, otrora tímida, estaba repleta de mordacidad.
Yo no podía estar de acuerdo con aquella locura, me parecía una manipulación grotesca a mis lectoras, y por supuesto hacia mí mismo, pero me mantuve en silencio. Era una buena oportunidad para volver a brillar y no quise espantarla. Por eso, decidí darme un tiempo para pensar.
―Definitivamente, me pides algo que no sé si estoy dispuesto a hacer, aparte de tampoco saber si soy capaz... Déjame pensarlo, dame unos días.
Entornó los ojos, centrados en mí, como si con ellos fuera a lanzarme un dardo.
―¡No, olvídalo entonces! Debo trabajar el tema de los peruanos cuanto antes y tengo otro escritor en mente, sin tus escrúpulos. Tal vez tengas razón y no seas el indicado. Estás pegado en eso del crecimiento personal, que no calentará a nadie. Lo siento, no fue una buena idea... Lo lamento. ―Hizo el amago de enseñarme la puerta. Al menos yo lo interpreté así. Su semblante se había endurecido y sus palabras sonaban tan categóricas…
―¡Espera, creo que no me has entendido!
Levantó la ceja del ojo derecho y su cara tomó una encantadora expresión de curiosidad. Tuve que contenerme para no abrazarla. El corazón me saltaba y no era capaz de coordinar las ideas. Deseé retroceder algunos instantes en el tiempo y retomar el hilo antes de plantear mi escepticismo.
Sus ojos, un tanto alargados por el delineador, se agrandaron. Estaba parada junto a la puerta, con la mano en la manilla.
Genio y figura hasta la sepultura, querido. Creo que nunca cambiarás. Has venido casi arrastrándote, y de pronto, determinas poner condiciones. Es que no puedes ser tan arrogante y desubicado. ¿Te das cuenta? Tienes la tupé de pedirme que me siente a esperar hasta que se te de la gana tomar una decisión...
―No, Elisa, es que no has entendido. Me expresé mal, escúchame por favor.
Alzó su ceja y la encantadora expresión de curiosidad regresó a su rostro.
Me sentía atrapado, era todo o nada. Tuve la sensación de que jugaba, pero tal vez era efectivo que tuviera a otro para encargar el trabajo. Probablemente lo tenía. Creí leer en su mirada sus pensamientos: “Quiero una respuesta y ahora, ¡ya!”
―Sabes que mi tiempo es valioso y no estoy dispuesta a perderlo de esta manera, has venido por una oportunidad y aquí la tienes: tómala o déjala.
Durante toda mi vida estudié, practiqué y defendí los valores y principios que permiten el equilibrio en los seres humanos y su interacción eficaz, y en ese momento tuve que escoger entre continuar mi camino en el anonimato o renegar de aquello para recobrar el poder que dan la fama y el dinero. Entonces, sucumbí. En sus ojos aprecié el brillo producido por el placer que sintió. Su venganza era perfecta.
Durante los días que siguieron investigué, y perfilé la historia de acuerdo a las exigencias de mi editora: detestable, cruenta, escandalosa.

CAPÍTULO II 

LO QUE LUCRECIA NUNCA CONTÓ 


De improviso, Lucrecia sintió un apretón en la muñeca. A su lado percibió una figura que le pareció alta y corpulenta. No alcanzó a captar más, pues el desconcierto la hizo perder por unos segundos la orientación. La mano que le apretaba la retiró de la fila que hacía frente a la ventanilla de extranjería y migración, para conducirla deprisa, en absoluto silencio, hasta una puerta que se cerró apenas entraron a un cuarto de tamaño regular, sin ventanas, amoblado con una pequeña mesa entre dos sillas, y decorado con algunos carteles de publicidad en contra de las drogas, una foto del primer mandatario con la banda presidencial cruzada, y más carteles.
Le tomó unos minutos adquirir plena conciencia de lo que ocurría. 
El desconocido soltó su muñeca, y lo vio correr el cerrojo. Asustada, observó su dedo indicar hacia uno de los asientos.
―¡Siéntate!
Él lo hizo del otro lado y esbozó una sonrisa que a ella le pareció repleta de satisfacción. La observaba a los ojos con tanta fuerza, que la obligó a inclinar la cabeza, dejando al descubierto su vulnerabilidad.
―Así que de matute, ¿ah?
Sobresaltada, levantó la cara, y al sentirse penetrada por su mirada, la volvió a bajar.
La sonrisa desapareció del rostro del tipo, y se puso de pie. Contorneó la mesa y se sentó ante ella, sobre la cubierta, a escasos centímetros. No se molestó en presentarse ni le pidió su nombre. Su voz ronca se apresuró, haciéndole sentir que no tenía todo el tiempo del mundo.
―A ver, avancemos con esto... ¿Me pasas la mercadería o prefieres que te meta las manos?
Aunque las circunstancias eran obvias, recién en esos momentos, trémula, Lucrecia comprendió el embrollo en que se hallaba.
Su primer impulso fue gritar para que alguien la socorriera, pues no dudó acerca de la ilegalidad de aquella situación. “¿No debiera ser una mujer? ¿Por qué un tipo? ¿Cómo se permite…?” Sus pensamientos dieron paso a la cordura, que ahogó el grito en su garganta; le pareció que llamar la atención terminaría siendo para ella un pésimo negocio. “Mientras no involucre a más gente, podré convencerlo para que se apiade y me deje ir, aunque deba pagarle algunos dólares”.
El hombre se dejó caer de la cubierta y dirigió su mirada al escote.
―¿Sacas tú el matute, o lo hago yo? ¿O prefieres gritar para que todo el mundo se entere? 
Lucrecia se sintió atrapada, pero no se atrevió a ofrecerle dinero y optó por obedecer. Sus pechos percibieron su mano fría, húmeda por el sudor. Se sintió apabullada ante aquella mirada asediadora, en la que volvió a leer una evidente sensación de placer. Escarbó en el interior del sostén y sacó varios collares de perlas montadas sobre finos hilos de plata.
―A ver, ¿qué tenemos aquí…? Mmh, tienes buen gusto, querida... ¿Es todo?
Lucrecia asintió con la cabeza y volvió a poner la vista en el suelo.
“¿Cuánto quiere?”, deseó preguntarle, pero de nuevo no se atrevió.
Él observó la clara diferencia de tamaño que mostraban ambos pechos y esbozó una sonrisa sarcástica, divertido por la evidente falta de experiencia de la mujer. Negó con la cabeza mientras chasqueaba con la lengua.
―¿Tú crees que soy tonto?
Ella palideció y su temor aumentó.
El hombre se le acercó más, haciéndole sentir su aliento. 
Lucrecia introdujo la mano en el escote y sacó otro manojo de joyas. Los pechos, aunque menos abultados, aún mostraban una solidez que tentó al hombre.
―Sería tanto más fácil si no me hubieras mentido, cholita... ¿Comprendes?
Ella negó con la cabeza.
―Déjate de hacer tanto teatro y sácatelo.
 Aquellas palabras retumbaron en el cerebro de Lucrecia. Apenas creía que le estuviera sucediendo eso a ella.
 “¿Sacármelo? ¿Este tipo no estará yendo demasiado lejos? ¿Qué hago? ¿Cómo voy a desnudarme, así como así, frente a él?”
―¡Te lo sacas o llamamos a un par de guardias y terminamos con este cuento: tú tras las rejas y yo podré irme a almorzar! ―Miró su reloj y meneó la cabeza.
Lucrecia se sintió más atrapada aún ante aquella infame disyuntiva. El tipo era un descarado que se extralimitaba protegido por su cargo, cual fuera, y ella una extranjera desamparada. Volvió a preguntarse cómo era posible que aquello ocurriera en las mismas instalaciones aduaneras, casi en presencia de todo el mundo; sin embargo, las intenciones eran claras y comprendió no tener más salida que obedecer, inquieta de que el asunto traspasara los límites de lo administrativo y se convirtiera en una situación de índole personal.
Sus pensamientos cambiaron de rumbo al recordar a Bartolo, su marido, postrado, inconsciente, como una planta más de Lima. Pensó en utilizarlo para conmover al desconocido, pero de inmediato comprendió que no era una buena idea. Cualquier cosa que aumentara su vulnerabilidad podía jugarle en contra. Capaz que estuviera con un maníaco sexual, caso en el cual mostrar sufrimiento era una excelente forma de aumentar su morboso placer, y si no, lo más probable era que no le creyera, y todo resultaría peor.
El hombre caminó hacia la puerta y mostró su clara intensión de correr el cerrojo.
―¡No, espere! ―Aterrada de que lo hiciera y la entregara para ser detenida, en un país extraño donde nadie abogaría por ella, le pareció que lo más sensato era darle en el gusto, luego vestirse, recoger sus collares y no volver a verlo. Se desprendió de la remera y quedó cubierta solo por un sostén negro con encajes semitransparentes. Llevó las manos hacia el broche.
Él mantuvo los dedos en el cerrojo.
Ella se detuvo, indecisa.
―Deja de hacerte la tonta, y sácatelo de una vez.
Ella observó el cerrojo para comprobar que seguía pasado. Suspiró, y considerando no tener alternativa, obedeció.
Apenas sus pechos quedaron a la vista, cruzó los brazos para esconderlos.
―Sácate los brazos de encima, y déjame mirar qué tal están. No todo tiene que ser trabajo, ¿no crees?
Ella demoró unos instantes, y los bajó hasta quedar con las manos colgando.
El funcionario de migración observó, satisfecho: bien formados, sus pezones casi negros, hinchados y rodeados por una areola café oscuro, le produjeron una grata sensación.
―Así está mejor... ¿Y quién me asegura que no tengas más mercadería en otro lugar?
―Se lo juro, no…
El hombre se encogió de hombros y permaneció en actitud de espera. Sus ojos apuntaron directo.
―¿Aquí? ―Ella indicó con la mano hacia el ángulo formado entre sus piernas, incrédula por la osadía de aquel hombre, que le pareció insaciable.
―¿Quieres que traiga a más gente o te es más cómodo en el cuartel de la policía? ¿Crees que en la cárcel, con el cuero que tienes, las demás presas te permitirán pasearte campante? Y puedo asegurarte que ser violada por un montón de mujeres desconocidas puede resultar bastante más doloroso que la mirada que me permita cerciorarme de que no llevas más contrabando encima.
―Por favor, señor, le juro que...
El hombre hizo un gesto de impaciencia.
―Mira, no jures, porque si has sido capaz de llenarte las tetas con joyas, no me extrañaría que entre las piernas te metieras papelillos o qué sé yo, y ahí peruanita, ahí sí que estamos jodidos... ¿Me comprendes?
―¿Coca? ¿Se le ocurre?
No sé yo, así que vamos, anda sacándote los pantalones, porque ahora sí que me entró la duda.
Lucrecia lo miró aterrada. La suposición de que pudiera ser traficante cambiaba por completo el escenario. Si llamaba a un par de mujeres para que la trajinaran, la detendrían por contrabandear joyas, y si él, despechado, la cargaba con droga, pasaría un buen tiempo en la cárcel. Y si dejaba que él la trajinara, además de la vejación, le quedaría debiendo un inmenso favor por su silencio. Nunca, ni en los comienzos de su actividad, ni después, habiendo adquirido cierta confianza, se le ocurrió que pudieran creerla traficante. Comprendió que no tenía opción, de modo que soltó el cinturón, desabrochó el botón de la presilla y bajó la cremallera. Sacó sus pies de los zapatos y deslizó los jeans hasta que apareció un pequeño calzón negro, más calado aún que el sostén, y de inmediato, sus muslos tostados.
El hombre sintió una sensación de poder combinado con placer. Recogió el pantalón y lo registró del revés, donde encontró cosidas algunas pulseras de oro de catorce quilates que extendió frente a sus ojos.
El rostro de Lucrecia, ya encendido, se puso muy rojo. 
―Seguimos encontrando novedades, querida, así que continuemos con la búsqueda.
Ella volvió a cruzar los brazos sobre sus pechos.
Luego de un rato, el hombre se le acercó.
―Ya, peruanita, sigamos y apúrate, ¿o quieres que traiga un perro entrenado para que te olfatee? ¿Crees que soy tonto? Nos estamos demorando mucho, así que si no quieres amanecer en cana, apúrate. Sácate los calzones y terminemos de una vez con esto. Lo haces por las buenas, o lo hago yo: tú eliges.
Lucrecia miró el cerrojo, los muros color verde agua sin ventanas, y le pareció soñar una pesadilla de la que ansió despertar.
―¡Vamos, sácatelo de una vez y veamos qué tienes ahí!
―Si le juro que no tengo nada.
―No discutamos y demuéstrame que es cierto.
―Pero ya estoy casi desnuda.
―No lo hagas más difícil, ¿ya? Quiero verte entera.
―Pero no tengo nada.
―No te creo, bájate el maldito calzón y reza por no andar trayendo coca metida qué sé yo dónde, porque te costará muy caro. Nos han pedido especial cuidado. A pesar de los controles, no ha disminuido el tráfico. El aumento de ustedes, que les ha dado con pasarse para acá, creyendo que lograrán un futuro más próspero, alienta a la formación de mafias de traficantes que buscan pasar su mercancía por cualquier medio.
“¿Con qué derecho me trata así? ¿Quién se cree ser para humillarme de esta manera? ¿Por qué se aprovecha de mí? ¿Por qué me tiene que trajinar un hombre y no una mujer?” Sus ojos brillaban, haciendo un esfuerzo sobrehumano para no largarle todos esos pensamientos a la cara ni soltar el llanto.
―¡Está bien, si no quieres cooperar, será por algo! Avisaré para que un par de damas te trajinen, porque si estás cargada, prefiero no involucrarme. Vístete no más.
―No, señor, por favor, es verdad que no tengo más nada. Haga usted lo que quiera conmigo, ya me ha denigrado suficiente. ―Sin dar más vueltas al asunto, tomó los bordes de la pequeña prenda negra y la deslizó por los muslos.
El hombre la observó enrollarse y ser arrastrada hasta los tobillos.
Lucrecia se sostuvo sobre un pie, luego en el otro, y quedó desnuda, ya sin intentar cubrirse, con los brazos colgando.
Él la recorrió con la vista.
―Estás harto bien, peruanita, harto bien...
Lucrecia volvió a sonrojarse.
―Por el bien de los dos, espero que no tengas algo grueso escondido por ahí... Agáchate para revisarte.
―¿Es necesario? ¿Todavía no me cree?
―¿Crees que me la voy a creer así, tan fácil? Vamos, ponte contra la pared y agáchate.
La muchacha obedeció y esperó, con las piernas abiertas y los pechos colgando. 
―Está bien, date la vuelta.
El hombre apreció durante instantes su abultado pubis.
Hubiera querido dejarla así durante un tiempo mayor, de modo que lamentó escuchar sus propias palabras.
―Puedes vestirte. De haber sido honesta desde un comienzo, te hubieras evitado esta molestia. Es una pena, pero me has obligado.
Lucrecia se mordió la lengua. Cogió los calzones y se los puso con tal torpeza que se desequilibró. A punto de caer, fue el hombre quien la afirmó. 
Terminó de subirse los pantalones y no fue capaz de sujetar el llanto.
―Y ahora qué, ¿creíste que te violaría o que te pediría una chupada?
―No, supongo que aquí no... ―Hizo una pausa, aún con el torso desnudo― Debo vender estas joyas, pues es la única manera que tengo de pagar los tratamientos y los remedios.
―¿Qué tienes? ¿Me vas a decir que estás enferma?
En silencio, abrochó el sostén y se puso la remera. Terminó de vestirse y se sentó.
―Me oíste, ¿no? ¿Qué te pasa? Y cuidadito con mentirme, porque se me agota la paciencia.
―Es mi marido… Se me muere y todo es muy caro. Por eso tengo que dedicarme a esto, o...
―¡O qué! ¿O ser ramera?
Lucrecia se encogió de hombros y afirmó con la cabeza, entre sollozos que no la dejaron expresarse.
Sin creerle una sola palabra y entusiasmado con su figura, el desconocido iba acostumbrándose a la oscura tonalidad de su piel.
―Todas tienen una buena historia para contar y zafarse, así que no te creo nada de lo que dices. ¿Y quieres que te diga algo? No estás nadita de mal a pesar de ser oscura, y ya que pareces no estar metida en la droga, podremos llegar a un acuerdo para beneficio mutuo. Te dejaré pasar, te indicaré un buen lugar donde alojar en Arica, más barato y mejor que lo que hayas podido conseguir en otras oportunidades, y a la hora de la cena conversamos... ¿Te parece?
Se produjo un silencio
―Y podrás vender tus joyas, total son pura fantasía. ¿Qué te parece?
Ella pensó que podría liquidarlas con rapidez y arrancarse. Asintió con la cabeza, en el más absoluto silencio. 
“Ya pensaré cómo hacerlo”. Ansiosa por recibirlas y salir de allí, estiró las manos.
―Espérate, querida, no vayas tan rápido. Las joyas son mi seguro, y según a qué acuerdo lleguemos, será su destino. Pasaré por ti a las siete. ―Abrió un cajón, sacó un timbre, lo golpeó sobre los documentos de Lucrecia, y se los entregó―. Aquí están tus papeles. Espero que comprendas lo conveniente que puede ser para ti tenerme a la mano.
Lucrecia asintió una vez más con su cabeza, entregada, como un cordero a las puertas del matadero. Se sintió en las manos de aquel tipo, no solo porque deseaba recuperar su mercancía, sino también porque tal vez podría ayudarle con su negocio, que le era más necesario que nunca. Volvió a pensar en Bartolo y sus ojos ya húmedos quisieron vaciarse otra vez, pero se mordió el labio. El tipo no le creyó antes ni lo haría entonces, sin importar la cantidad de lágrimas derramadas. En verdad, aunque su caso fuera cierto, era una explicación demasiado recurrente. Deseó que llegaran las siete de la tarde y al mismo tiempo lo encontró terrible. Imaginó de parte del hombre las peores intenciones y cerró los ojos, dudosa de poder hacer lo que le pidiera, nada bueno por cierto.
Él puso sus dedos sobre el cerrojo. Ella se percató del grosor de estos, en una mano roja, regordeta, con las uñas bien recortadas. Era todo lo que durante la tarde recordaría de su fisonomía.
Abrió la puerta, le dejó libre el paso, puso la palma de la mano sobre su espalda y la empujó con suavidad hacia el ir y venir del gentío. Caminó lento alejándose de la puerta, y la escuchó cerrarse con un golpe seco. No tuvo el valor de voltearse y se sujetó para no correr.
Ya afuera del edificio sintió el peso de lo ocurrido y pensó en la tarde, en cuando el encargado de migración aparecería para cobrarse del favor de dejarla ir y devolverle, esperaba, las joyas. ¿Cuál sería el precio a pagar? ¿Estaría ella en condiciones de hacer lo que el tipo le pidiera? Sintió una punzada en la boca del estómago y un hormigueo que se le repartió por el cuerpo, seguido de un prolongado escalofrío.
Durante el recorrido hacia Arica, no pensó más que en la visita que le haría ese hombre aquella tarde.

CAPÍTULO III

DECEPCIONES


En Santiago, al llegar a la Plaza de Armas, Nésida sufrió su primera decepción. Cruzó frente a la pretenciosa fachada de la Catedral y caminó hasta la esquina de las calles Ahumada y Catedral, desde donde observó un imponente muro de piedra y granito con una superficie ancha en su base, que construida con fríos bloques color tierra, crecía en altura a lo largo de la propiedad. En sus primeros metros, a nivel de las piernas, le pareció una gran banca repleta de hombres y mujeres, en su mayoría adultos. Más allá vio otros apoyados, y algunos más, parados a lo largo de la vereda. El panorama le pareció patético. ¿Cómo era posible que un pueblo, necesitado a más no poder de un poco de amor del prójimo, se congregara, arrinconado, al llegar a una plaza, en un país desconocido, como si tener cuerpo sólido fuera pecado? Por no ser invisibles y para no molestar con su presencia, debían arrumbarse allí, en ese pedazo de vereda, entre un muro y la calle.