{Portada}

Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2010 Barbara Wallace. Todos los derechos reservados.

AMOR SIN CONDICIÓN, N.º 2407 - junio 2011

Título original: The Cinderella Bride

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2011

Todos los derechos están reservados incluidcos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Jazmín son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-9000-389-3

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

Para Peter y Andrew que han soportado mucho para que pudiera cumplir el sueño de ser escritora y publicar. Y para mi padre y mi madre, que siempre creyeron que lo conseguiría.

Inhalt

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Promoción

CAPÍTULO 1

UN JEFE normal no hacía que su secretaria se arriesgara a agarrar una pulmonía al entregar informes financieros en mano, sino que la instalaba en una agradable oficina para que escribiera en el ordenador y contestara al teléfono.

Por desgracia, Emma O’Rourke no tenía un jefe normal. Trabajaba para Mariah Kent, y cuando la matriarca de la cadena hotelera Kent te decía que saltaras, uno no se limitaba a hacerlo, sino que le preguntaba a qué altura, a qué distancia y si necesitaría un paracaídas.

Y allí estaba Emma, congelándose en el muelle del puerto de Boston.

«Pase lo que pase, no te vayas sin la respuesta de Gideon», le había ordenado la señora Kent. Emma suspiró. En días como aquél odiaba su trabajo con toda el alma.

Mientras le castañeaban los dientes, apretó un poco más el grueso sobre de papel Manila contra su blazer. Tenía que haberse puesto el abrigo. El uniforme del hotel, azul marino, estaba concebido para dar un aspecto de persona eficiente, no para hacer frente a los elementos. En el centro de la ciudad, los rascacielos creaban una especie de burbuja aislante, pero, en el puerto, el viento venía del mar y aumentaba la humedad de aquel día gris.

Un velero navegaba en la distancia. ¿A quién se le ocurría salir a navegar en pleno octubre? Pues al nieto de Mariah Kent, y por cómo lo hacía, en paralelo al puerto deportivo, parecía que no tenía prisa en regresar.

La bruma se transformó en llovizna. ¡Fantástico! Emma se sintió profundamente desgraciada. Se apartó un mechón de pelo de la húmeda mejilla. Cuando volviera, iba a parecer un pollo mojado.

–¡Eh!

Una voz brusca atrajo su atención. El barco se acercaba al muelle. Había un hombre arrodillado en la proa haciendo algo en una de las velas. Llevaba una gorra de béisbol y pantalones de nailon. Cuando el barco se aproximó más, levantó el brazo y Emma observó que tenía rota la costura del jersey.

¿Y ése era Gideon Kent, el querido nieto por el que se estaba congelando?

Una soga enrollada aterrizó junto a sus pies y tuvo que saltar para esquivarla.

–Átela a esa argolla.

Parecía que se había dirigido a ella. Buscó un lugar seco donde dejar el sobre, pero, como no lo había, se lo puso bajo el brazo. Hizo una mueca al sentir la humedad de la soga y la ató a una argolla cercana.

–Así no –le dijo él con brusquedad–. Si no, el otro barco no podrá salir.

«Seguro que su dueño arde en deseos de salir a navegar en un día como hoy», pensó Emma mientras volvía a agarrar la soga.

El barco de Gideon se separaba del muelle con la corriente y, al hacerlo, tensaba la cuerda, por lo que ella tuvo que tirar con las dos manos para aflojarla, lo que no era fácil con un sobre debajo del brazo. Tras muchos esfuerzos consiguió volverla a atar y dedujo que lo había hecho correctamente porque nadie le gritó.

–Cuando haya acabado, haga lo mismo con la soga de la popa.

¿Bromeaba? ¿Esperaba que hiciera lo mismo por segunda vez?

–El barco no se puede atar solo.

–El barco no se puede atar solo –masculló Emma mientras se dirigía adonde se hallaba la otra soga. Como la anterior, estaba empapada y le salpicó las piernas.

–¿Ya está? –preguntó él al cabo de unos segundos.

Si no lo estaba, que asegurara él la maldita cuerda. Emma se apartó para que pudiera verlo.

–Buen trabajo –afirmó él–. Dígame qué hace aquí.

¿Además de congelarse? Emma se metió las manos en los bolsillos para secárselas discretamente.

–Soy Emma O’Rourke, la secretaria de su abuela.

Gideon no respondió, sino que la miró de arriba abajo. Ella experimentó la vergüenza que solía sentir en tales casos y, suprimiendo el deseo de agachar la cabeza, le tendió el sobre.

–La señora Kent quería que le entregara esto.

Él siguió sin responder. Ella, sorprendida, creyó que no la habría oído a causa del viento.

–Señor Kent…

–Puede dejar los informes financieros en la cabina –volvió a mirarla como si la estuviera examinando–. Eso es lo que hay en el sobre, ¿verdad? ¿De los dos últimos años?

–De los tres últimos años.

–Como si un año más fuera a inclinar la balanza en un sentido o en otro.

Lo dijo en voz tan baja que ella pensó que no quería que lo oyera. Cuando la señora Kent le había hablado de la visita de su nieto, le dijo que Gideon estaba distanciado de la familia.

–Déjelos en la mesa –añadió él con un suspiro de resignación.

–Me temo que no es tan sencillo.

–¿Por qué? No me diga que le gusta estar bajo la lluvia.

–Por supuesto, me encanta. Hay una carta en el sobre y su abuela espera una respuesta.

–Mariah espera muchas cosas –afirmó él mientras se limpiaba las manos en las perneras del pantalón–. Pero eso no implica que haya que hacerle caso.

Tenía que estar de broma. Todo el mundo hacía caso a Mariah Kent. No hacérselo sería como…

Como decir que no a tu abuela.

–Sólo serán cinco minutos –insistió Emma–. Después dejaré de molestarlo.

–De momento no dispongo de ellos. Según la previsión del tiempo, esta lluvia se va a convertir en un frente tormentoso. Tengo que amarrar bien el barco.

«Seguro», pensó Emma.

–¿Cuánto tardará?

–Lo que tarde –se subió al borde del barco y pasó la cabeza por debajo de la cuerda de salvamento–. Así que espero que le guste la lluvia, señorita…

Emma parpadeó. De cerca, sus ojos pasaron de escrutadores a penetrantes. Por primera vez desde su llegada al puerto deportivo, Emma sintió calor.

Él enarcó una ceja y ella se dio cuenta de que esperaba que le dijera su nombre.

–O’Rourke. Emma O’Rourke. No me importa esperar.

–¿Está segura? –preguntó él en tono escéptico.

–¿Qué remedio me queda? Su abuela espera que vuelva con la respuesta.

–¿Hace siempre lo que quiere mi abuela?

–Es mi trabajo.

–Esto va mucho más allá de su trabajo –afirmó él volviendo a las velas–. Debe de tener usted algo de masoquista.

No, simplemente un sano rechazo al desempleo. Aunque en aquel momento no le importaría estar en la cola de la oficina del paro. Cambió el peso de pie con la esperanza de que la sangre le circulara por las piernas. ¿Cómo se le había ocurrido que no necesitaría un abrigo?

–¿Necesita ayuda? –le gritó a Gideon–. Entre dos acabaríamos antes.

–¿Ha subido usted a un barco alguna vez?

–¿Cuenta el ferry a Charlestown?

–No, no cuenta. Y no me serviría de ayuda. Tardaría el doble por tenerle que explicar lo que hacer.

Probablemente tuviera razón. Lo observó mientras enrollaba la vela en la botavara con la gracia arrogante de quien lo había hecho mil veces. De vez en cuando el viento soplaba racheado, lo que inflaba la lona y picaba el mar. Pero él se mantuvo firme en lo que parecían unas piernas increíblemente fuertes. Era un hombre que controlaba su entorno.

A pesar de lo molesta que estaba, se sintió impresionada.

–Sepa usted que jugar a ser la pequeña vendedora de fósforos tampoco hará que acabe antes.

Emma lo miró confundida.

–¿Jugar a qué?

–A ser la vendedora de fósforos. Esa niña que busca a alguien que le compre fósforos en medio de una nevada. Es un cuento infantil.

–No lo conozco –no le gustaban los cuentos de hadas. Desear que apareciera un príncipe azul era más el estilo de su madre.

–Se muere.

–¿Qué?– Emma lo miró sorprendida.

–La vendedora de fósforos. Se muere de frío.

–No se preocupe –aunque estaba convencida de que no lo hacía–. No tengo intención de morirme. Estoy bien, de verdad.

Claro que, si a él le preocupara lo más mínimo su situación, le habría concedido los cinco minutos. De hecho, ya habían pasado ese tiempo hablando de la vendedora de fósforos.

La llovizna se transformó en lluvia. Emma se secó la cara con la mano. Tal vez estuviera llevando su dedicación laboral demasiado lejos. Era evidente que la señora Kent comprendería que optara por no agarrar una pulmonía mientras su nieto se dedicaba obstinadamente a jugar.

«Pase lo que pase, no te vayas sin la respuesta de Gideon».

Emma suspiró. Parecía que la señora Kent conocía a su nieto muy bien.

Mientras seguía trabajando, Gideon pensó que Mariah había hecho aquello a propósito. Le había mandado a una centinela esbelta y con ojos de gacela para que se sintiera culpable. Y había funcionado. Sólo un ogro despiadado podría concentrarse mientras aquellos ojos castaños lo miraban.

–¿Por qué no busca refugio en algún sitio caliente? –le preguntó con sequedad.

–Ya le he dicho que estoy bien.

Claro, y por eso tiritaba.

No tiritaba, sino que se ponía de puntillas y bajaba una y otra vez para ocultar su incomodidad. Las gotas de lluvia se posaban en su uniforme y en su pelo cobrizo.

Gideon soltó una maldición, dejó la soga, canalizó todo su disgusto en un último suspiro y saltó al muelle.

–Venga.

Emma se sobresaltó pues estaba absorta en sus pensamientos.

–Me ha dicho que sería cuestión de cinco minutos –dijo él–. Se los voy a conceder.

Igual que ella antes había tratado de ocultar su incomodidad, en aquel momento trató de disimular su alivio sin conseguirlo.

–Creía que tenía que asegurar el barco.

–He cambiado de idea. Vamos y tenga cuidado donde pisa.

La tomó por el hombro y saltó con ella a cubierta. Le sorprendió la calidez de su tacto, pues creía que la mano estaría fría como el tiempo.

–¿Dónde vamos?

–A la cabina. Aunque a usted no le importe estar bajo la lluvia, yo prefiero hacer negocios dentro, que no llueve.

Los zapatos de ella taconearon por la cubierta mientras lo acompañaba a su mismo paso. Para ser una pequeña vendedora de fósforos, no era tan pequeña. En realidad, medía casi lo mismo que él. Lo gracioso era que, al verla por primera vez, había pensado que era más baja y que parecía indefensa. Lo atribuyó a sus dulces ojos castaños.

Al levantar la trampilla les llegó desde abajo una ola de calor. Gideon había encendido la estufa de leña al amanecer y aún se mantenía el calor. Al sentirlo, se dio cuenta del frío que tenía después de haber estado horas al aire libre. Le dolía todo el cuerpo y se imaginó cómo se sentiría la señorita O’Rourke. ¿De verdad había tenido la intención de soportar las inclemencias del tiempo hasta que él acabara sólo porque Mariah se lo había pedido?

–¡Ay!

Distraído por sus pensamientos, no se había dado cuenta de que su visitante se había detenido en mitad de la escalerilla. Su pecho chocó con la espalda de ella y la impulsó hacia delante, por lo que tuvo que agarrarla por la cintura para evitar que se cayera. Fue como si hubiera agarrado una brasa de la estufa. El calor del cuerpo femenino se transmitió al suyo e instantáneamente dejó de tener frío. Tomó aire y le llegó un sorprendente olor a vainilla.

–¿Todo bien, señorita O’Rourke?

–Yo… Sí. Esto es muy bonito.

–Mejora mucho cuando se está dentro del todo.

–Claro. Perdóneme, pero durante unos instantes estaba… Da igual –bajó deprisa los escalones restantes–. ¿Vive aquí, en el barco?

–Cuando puedo. Mi casa está en Casco Bay.

–En Saint Martin, me lo ha dicho su abuela.

–Ah –¿qué más le habría contado Mariah? Seguro que no lo más importante. Ese vergonzoso secreto seguiría bien oculto. De pronto volvió a sentir frío, sobre todo en su interior–. Necesito un café. ¿Quiere uno?

Ella lo miró como si le hubiera ofrecido el Santo Grial, pero hizo un gesto negativo con la cabeza.

–No, gracias. Estoy bien.

–¿Que está bien?

–Sí, muy bien.

Era la quinta vez que pronunciaba la palabra «bien», que él detestaba. Le parecía la palabra más irritante y deshonesta de la lengua inglesa. Era evidente que ella no estaba bien. Estaba mojada y despeinada por el viento, pero seguía abrazando el sobre como si la protegiera del frío. Y por el brillo que había detectado en sus ojos, resultaba obvio que quería un café.

Su negativa lo irritó aún más que su representación de la vendedora de fósforos. Avanzó hacia ella y se detuvo sólo a unos centímetros de donde se hallaba.

–Tengo entendido –dijo mientras le quitaba lentamente el sobre– que no dan una prima por ser estoico –dejó el sobre en su escritorio–. Así que, señorita O’Rourke, siéntese y tómese un café.

Emma no se sentó. Se quedó inmóvil mientras oía los sonidos metálicos que procedían de la zona destinada a la cocina. Aunque no le agradaba reconocerlo, se alegraba de que Gideon la obligara a tomarse un café. Sintió una extraña mezcla de frío y calor a la vez, algo que nunca había experimentado. Tenía los pies y las manos insensibles, pero el torso, al menos la parte con la que él había chocado, no podía estar más caliente.

No pretendía detenerse en la escalerilla, pero la había pillado desprevenida la elegancia íntima de la cabina cuando se esperaba, a juzgar por el aspecto desaliñado de su dueño, una vivienda de marinero desordenada y llena de mapas y herramientas. La cabina era más agradable que su piso y por un momento había temido bajar los escalones porque dejaría un rastro de agua en el reluciente suelo de madera.

Se sobresaltó al sentir que algo le rozaba la pierna. Se agachó y vio un gran gato negro que la miraba con unos ojos amarillos que rivalizaban en intensidad con los de Gideon y que soltó un ronco maullido.

–Hola –le dijo mientras le acariciaba por debajo de la barbilla.

El animal ronroneó.

–Ahora no se deshará de él –Gideon apareció con dos tazas de café y le ofreció una–. Tenga, a ver si entra en calor. ¿Quiere leche?

El café olía de maravilla. Emma agarró la taza y la apretó durante unos segundos contra su esternón. El calor que se le extendió por el pecho no era como el que había experimentado minutos antes, pero la reconfortó.

Mientras tanto, su peludo amigo, molesto porque lo había dejado de acariciar, maulló y frotó la cabeza contra su pierna.

–Ya le dije que no la dejaría en paz.

–No importa. Es muy simpático.

–Es fácil serlo cuando crees que el mundo existe para satisfacer todos tus caprichos. Igual que alguien a quien los dos conocemos –añadió con una sonrisita de complicidad–. No me ha dicho si quiere leche.

–No, gracias.

Gideon la miró al pasar a su lado para volver a la cocina.

–Creía que los marineros eran supersticiosos –dijo ella–. ¿No da mala suerte un gato negro?

–Puede que sí, pero Hinckley no cree que es un gato, sino un anciano con pelo –reapareció con un cuenco que depositó en el suelo, cerca de la escalerilla.

Hinckley se lanzó hacia él y comenzó a lamer la leche que había en su interior de forma tan desenfrenada que salpicó el suelo. Fue entonces cuando Emma se fijó en que le faltaba la pata trasera izquierda.

–Un anciano que ha tenido mala suerte –afirmó.

–¿Se refiere a la pata? Lo atacó un perro. Cuando lo conocí, el miembro estaba tan dañado que no se pudo salvar, y el veterinario se lo amputó.

–No parece moverse con dificultad.

–Por suerte le sucedió cuando era muy pequeño. Cuando eres mayor, resultar más difícil aceptar lo que has perdido.

Las últimas palabras las dijo en tono más bajo y mirando el café en vez de a ella. Emma pensó que no se referían al gato.

Bebieron el café en silencio. Hinckley, después de tomarse la leche, saltó al lado de Emma y comenzó a asearse. Ella sonrió y lo acarició. El animal volvió a ronronear y apoyó la cabeza en su regazo.

–Te gusta, ¿verdad? –susurró ella.

Gideon carraspeó.

–Me ha dicho que necesitaba cinco minutos.

–Así es –durante unos instantes se había sentido tan a gusto como el gato y había actuado en consecuencia. ¡Qué vergüenza!

Miró a su alrededor buscando el sobre y lo vio en el escritorio. Si se levantaba a por él, molestaría al gato.

–Su abuela le ha escrito una nota, que acompaña a los informes, en la que le explica todo.

–¿Por qué no me hace un resumen?

No había mucho que resumir. La nota de la señora Kent estaba escrita a mano y tenía cuatro líneas.

–Le pide que vaya a su despacho esta tarde a tomarse un té.

Gideon soltó una risa ronca.

–¿Me toma el pelo? ¿Mariah la ha obligado a estar bajo la lluvia para decirme eso?

No, la señora Kent le había pedido que le entregara el sobre en mano. Era él quien la había obligado a esperar bajo al lluvia.

–Quería estar segura de que había recibido la invitación.

–Lo que quiere decir es que quería estar segura de que no la iba a rechazar.

¿Cabía esa posibilidad? Dada su previa obstinación, tal vez sí. La insistencia de la señora Kent en que ella se quedara cobraba cada vez más sentido.

–Está contenta de que haya vuelto a Boston.

–Será la única.

Volvió a hablar en un murmullo y Emma se preguntó de nuevo si quería que lo oyera.

–¿Y a qué hora es esa reunión con tostadas? –prosiguió él.

–A las tres.

–Y ni un segundo antes, ¿verdad? –Gideon sonrió.

¡Lo sabía! Emma no pudo evitar sonreír a su vez. La señora Kent pedía y exigía muchas cosas, pero tenía una norma fundamental que prevalecía sobre todas las demás: jamás se la podía interrumpir durante All my Loves. Incluso sus hijos, Jonathan y Andrew conocían la norma. Parecía que también su nieto.

–Hay cosas que no cambian –por primera vez desde que se habían conocido, ella vio afecto en sus ojos–. ¿Sigue enviando cartas airadas a los guionistas?

–Me ha dictado cinco o seis.

–Se está ablandando –siguió sonriendo y alzó la taza.

Bebió un largo trago de café. Emma nunca se había fijado en cómo bebía un hombre, pero no pudo evitar mirar a Gideon. Con la mandíbula relajada, su boca se había vuelto sensual, dulce y fuerte a la vez.

–Entonces... –la suya se le había quedado seca y bebió un sorbo de la taza– ¿le digo a su abuela que irá?

Gideon acabó el café y dejó la taza en una mesa que tenía al lado.

–Creo que ya han pasado más de cinco minutos –afirmó al tiempo que se incorporaba–. Tengo que subir a cubierta.

–¿Y la cita?

–Puede quedarse y acabar de tomarse el café. Estoy seguro de que a Hinckley le gustará su compañía.

–¿Y la…?

–Le recomiendo que, la próxima vez, se ponga ropa adecuada.

–Señor Kent, por favor –él ya tenía un pie en la escalerilla y ella se levantó y lo agarró del brazo. Oyó cómo tomaba aire con fuerza mientras se daba la vuelta. O tal vez hubiera sido ella al reaccionar a la proximidad de sus ojos azules–. ¿Qué le digo a su abuela?

Gideon la miró y después miró la mano que tenía en su brazo. Se soltó con lentitud.

–Dígale a Mariah que tendrá que esperar a ver qué pasa.

CAPÍTULO 2

EMMA tardó menos de un minuto en seguir a Gideon a cubierta. Él sintió su presencia antes de oír el taconeo de sus zapatos y pensó que era gracioso que alguien a quien no conocía fuera tan predecible.

Estaba protegiendo el lateral del barco para que no se hiciera pedazos al chocar contra el muelle. Cuando ella pasó a su lado la miró. Sus miradas se cruzaron y él percibió su perplejidad y disgusto. Era evidente que no le había hecho gracia su respuesta de despedida. Esperaba una respuesta clara y creía que él estaba complicando las cosas sin motivo.