Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2012 Barbara Wallace. Todos los derechos reservados.

POR FIN… LA FELICIDAD, N.º 2467 - junio 2012

Título original: Daring to the Date Boss

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2012

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

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I.S.B.N.: 978-84-687-0189-9

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

CAPÍTULO 1

–¿HAS visto mi libro de Historia, mamá?

Liz Strauss dejó escapar un suspiro. Estaba segura que el vozarrón de su hijo podía escucharse en la casa de al lado.

–¿Dónde lo dejaste la última vez?

–Si lo supiera no tendría que preguntarte.

Sí le preguntaría, porque preguntar era más fácil que ponerse a buscar el libro.

–¡Mira al lado del ordenador! –le gritó.

Algún día tendrían que empezar a comunicarse como seres humanos normales en lugar de hablar a voces.

–¡Lo he encontrado! –gritó Andrew–. Estaba en la encimera de la cocina.

Cerca de la comida, naturalmente. Solucionada la crisis, por el momento, Liz volvió a ensayar su discurso:

–Señor Bishop, desde que usted se hizo cargo de la empresa mi volumen de trabajo ha aumentado y…

No, eso sonaba poco firme.

Mirándose al espejo, Liz apartó el flequillo de su cara. Para evitar que se encrespase había vuelto a ponerse demasiada crema suavizante en el pelo y parecía llevar un casco marrón.

Respirando profundamente, siguió ensayando:

–Como mis responsabilidades han aumentado desde que usted llegó a la empresa, yo esperaba… no, yo creo –se corrigió a sí misma. Creer era un verbo más decisivo–. Creo merecer…

¿Por qué era tan difícil? Llevaba practicando desde que salió de la ducha y aún no tenía ni idea de lo que iba a decir.

Si Ron Bishop siguiera siendo el presidente de la empresa simplemente le diría: «mira, Ron, Andrew tiene la oportunidad de ir a la academia Trenton y necesito un aumento de sueldo para pagar las mensualidades».

Desgraciadamente, ya no trabajaba para Ron, que había muerto inesperadamente. Ahora trabajaba para su hijo, un hombre cuya existencia desconocía hasta tres meses antes. ¿Qué le importaba a él que no tuviese dinero para pagar el colegio de su hijo? Charles Bishop estaba demasiado ocupado cargándose todo lo que su padre había levantado.

Por otro lado, de verdad merecía un aumento de sueldo. Desde que llegó, Bishop la hacía trabajar sin descanso y, además, tenía que lidiar con la oleada de protestas que provocaban sus nuevas reglas. No pasaba un solo día sin que algún jefe de departamento fuera a su despacho para desahogar sus frustraciones. De modo que merecía un aumento solo por hacer de cancerbera.

Tal vez ese debería ser su argumento, pensó entonces.

Tenía una pequeña televisión en el baño y en la pantalla, una sonriente meteoróloga hablaba de una tormenta de nieve. Su pelo, notó Liz, irritada, brillaba bajo las luces del estudio mientras movía unas manos de uñas perfectamente pintadas frente al mapa.

–Dependiendo de la hora a la que empiece la tormenta podríamos tener un atasco en la autopista –estaba diciendo, como si fuera divertidísimo.

¿Cuándo no había atascos en la autopista?

Liz apagó la televisión para no ver el irritante y perfecto pelo de la meteoróloga.

Pero cuando bajó al primer piso vio una nueva mancha en la alfombra y tuvo que contener un suspiro. Había esperado poder comprar una alfombra nueva en primavera, pero esos planes tendrían que esperar. No podía permitirse comprar alfombras y pagar el colegio de su hijo. De hecho, ni siquiera podría pagar el colegio a menos que consiguiera un aumento de sueldo.

En la cocina, su hijo Andrew estaba metiendo el libro en la mochila y un donut en su boca simultáneamente. Con su metro noventa y dos de estatura ocupaba casi todo el espacio y Liz tuvo que apartarse para que no le diera un pisotón. Había heredado su estatura y era increíble que sus casi cuatro metros combinados pudiesen caber en un espacio tan pequeño.

–Uno de estos días te vas a atragantar –le advirtió, sacando una taza del armario.

–Entonces no tendría que hacer el examen de Cálculo –replicó él.

–Ya, claro, porque morirse es preferible a hacer un examen.

–Este sí.

El Cálculo había sido la pesadilla de Andrew durante todo el año.

–¿Por qué? Has estudiado, ¿no?

Aunque parcialmente escondidos por el flequillo, Liz vio que su hijo ponía los ojos en blanco.

–Como si eso importara. El señor Rueben odia a toda la clase. Quiere que suspendamos porque así tiene una excusa para gritarnos.

Drama. El idioma nativo del adolescente americano. Liz tuvo que contenerse para no poner los ojos en blanco ella misma.

–No creo que os odie. Y si has estudiado, aprobarás.

Andrew le quitó la taza de café para mojar el donut.

–Siempre dices eso.

–Y tú siempre dices que vas a suspender –replicó ella, recuperando su taza–. ¿Quieres un café?

–No tengo tiempo. Vic vendrá a buscarme temprano para achucharnos un rato antes de entrar en clase.

–Achucharos, ¿eh? –Liz sintió que se le hacía un nudo en el estómago.

Victoria era una chica lista, una buena chica, pensó.

Una buena chica que tenía coche y de quien su hijo de diecisiete años estaba locamente enamorado. Y eso le llevaba recuerdos de asientos traseros y pasión adolescente…

«Andrew no es como tú».

Tan desesperada por sentirse querida que había tirado su futuro por la ventana ante las primeras palabras de afec- to. Por eso, desde que tuvo a su hijo había hecho lo posible para que se sintiera querido y especial.

Fuera sonó la bocina de un coche.

–Es Vic –anunció él mientras se colgaba la mochila al hombro–. Nos vemos después del entrenamiento.

–Dile a Victoria que conduzca con cuidado. Va a nevar y la carretera estará resbaladiza.

–Sí, mamá –Andrew volvió a poner los ojos en blanco. Liz se preguntaba si sabía que lo estaba haciendo o era un gesto tan automático como respirar.

–No quiero que mi único hijo muera en un accidente.

–Si así me librase del examen de Cálculo…

–¡No lo digas ni en broma! –lo interrumpió ella–. Buena suerte en el examen. Te espero a…

Pero Andrew había salido dando un portazo antes de que terminara la frase y Liz tuvo que contenerse para no mirar por la ventana. Andrew ya no era un niño pequeño y no necesitaba que estuviese pendiente de él, pero saber eso no lo hacía más fácil.

El tiempo pasaba tan rápidamente… le parecía como si hubiera sido el día anterior cuando le rogaba que lo dejase ver dibujos animados en televisión.

Sin embargo, Andrew estaba a punto de convertirse en un adulto y, si debía creer al entrenador de hockey de la Academia Trenton, con la posibilidad de conseguir una beca para una buena universidad.

A menos que ocurriese algo grave, su trabajo estaba hecho. Y no lo había hecho mal, decidió. Mejor que sus padres. Claro que eso no era poner el listón muy alto.

Por el rabillo del ojo vio su reflejo en la puerta del horno. ¿Cómo era posible que su pelo estuviese más aplastado que media hora antes? Inclinando a un lado la cabeza, intentó ahuecarlo un poco como hacían en la peluquería, pero lo único que consiguió fue que el casco pareciese un champiñón.

Afortunadamente, no dependía de su aspecto físico sino de su eficacia en el trabajo para convencer a su jefe.

Como si Bishop pudiera ser convencido con algo que no fuese un aumento de beneficios…

La mayoría de los empleados estaban convencidos de que era un ordenador con piernas. Y tal vez lo que debería hacer era poner sus argumentos por escrito y meter el papel por debajo de la puerta. Entonces no tendría que preocuparse por su pelo.

Riendo para sí misma, Liz terminó su café. Si supiera que eso iba a funcionar lo haría. Pero, por el momento, tenía que encontrar la manera de convencer a su jefe de que necesitaba un aumento de sueldo.

Andrew iría a la Academia Trenton el año siguiente fuera como fuera. Su hijo tendría todas las oportunidades que ella no había tenido. Aunque tuviese que suplicar, pedir prestado o vender su alma al diablo. Aquel día pensaba suplicar y, con un poco de suerte, Charles Bishop se mostraría generoso.

Liz había pensado llegar a la oficina más temprano de lo habitual para tranquilizarse antes de hablar con su jefe. Desgraciadamente, tuvo que ir detrás de un autobús escolar hasta que salió de Gilmore, de modo que no lo consiguió.

Mientras se quitaba el abrigo y encendía el ordenador, se preguntó si tendría tiempo para recuperar el aliento. Había pensado hablar con el señor Bishop en cuanto llegase a la oficina, antes de que se pusiera a estudiar esos informes de beneficios que tanto le gustaban.

Tal vez también él se habría encontrado en algún atasco, pensó. Aunque entonces estaría de mal humor y no sería buen momento.

–Buenos días, Elizabeth.

Porras, ya estaba allí.

Esbozando su mejor sonrisa, Liz sacó un papel de la impresora.

–Buenos días. Estaba a punto de dejar la agenda de hoy sobre su escritorio.

Como siempre, el nuevo presidente de la Papelera Bishop parecía un modelo: abrigo de cachemir, traje de chaqueta italiano, camisa hecha a medida. Pegaba tanto en aquella oficina como una escultura de mármol en un mercado de pulgas. Y su expresión era seria mientras tomaba el papel.

–¿Los de contabilidad han traído el informe de beneficios?

Aquel hombre estaba obsesionado.

–No, aún no –respondió Liz.

Bishop la miró y, aunque le daba rabia, ella contuvo el aliento. Rodeados de unas pestañas increíblemente largas, los ojos de color cobalto de su jefe brillaban como un par de canicas de mármol. No era justo que un hombre tan frío y tan irritante tuviera unos ojos así. ¿Por qué no tenía unos ojos normales, como todo el mundo?

–Diles que me envíen los números por e-mail antes de las diez. Quiero revisarlos antes de la reunión de esta tarde.

–Muy bien.

A Leanne, la secretaria del departamento de contabilidad, le daría un ataque y cuando le daba un ataque gritaba como una posesa. Otra razón para recibir un aumento de sueldo, compensar la pérdida de oído.

–También espero un paquete de la empresa Xinhua. Tráemelo en cuanto llegue.

Liz empezó a sudar. «Ahora o nunca».

–Quería hablarle de algo… –empezó a decir.

Con la mano en el picaporte de la puerta, Bishop se detuvo.

–¿Sí?

–¿Tiene un momento?

Él frunció el ceño.

–¿Ocurre algo?

–No, no pasa nada –respondió Liz. Bueno, nada más que su ridículo salario–. Quería preguntarle una cosa.

–Muy bien –asintió Bishop–. Ven a mi despacho.

Su despacho. Tres meses y aún le parecía raro que se refiriese de ese modo al despacho de su padre. Cada vez que entraba en él se veía obligada a recordar que Ron Bishop no volvería nunca.

Cuando vivía, el antiguo presidente tenía el despacho lleno de fotografías: fiestas de la empresa, de él jugando al golf en Bermudas con algún cliente, una haciendo hamburguesas en una barbacoa de la compañía, otra en la que animaba a los empleados durante un partido de baloncesto…

Pero no había una sola fotografía de su hijo.

Charles, por supuesto, había quitado todas las fotos el primer día. Su idea de la decoración consistía en informes de beneficios y datos económicos. El único objeto vagamente personal que había en el despacho era una cafetera carísima. Podría marcharse al día siguiente y nadie sabría que había estado allí.

–¿De qué querías hablarme?

Liz esperó mientras colgaba el abrigo en el perchero.

–Como sabe, desde que usted se hizo cargo de la empresa mi volumen de trabajo ha aumentado… aunque no me quejo –se apresuró a asegurar.

Él empezó a prepararse un café.

–Me alegro.

–Sé que cuando hay cambios en una empresa, la transición aumenta el volumen de trabajo para todos y, habiendo sido la secretaria de Ron durante diez años, soy la mejor intermediaria entre usted y el resto de la compañía.

–¿Y bien?

Liz se detuvo para tomar aliento.

«Lánzate de cabeza o vete a casa».

¿No era eso lo que Andrew y sus compañeros de equipo solían decir?

–Ya que tengo mucho más trabajo que antes, esperaba que tomase en consideración la idea de un aumento de sueldo.

Charles Bishop la miró, en silencio.

–Quieres un aumento.

–Eso es.

Él se acercó a su escritorio y, con metódica precisión, sacó su smartphone del bolsillo de la chaqueta antes de quitársela para colgarla en el respaldo del sillón. Luego se remangó la camisa, doblándola con cuidado mientras ella intentaba llevar aire a sus pulmones.

–Ganas un salario más que decente –dijo por fin, dejándose caer sobre el sillón–. Más que las demás secretarias.

–Sí, pero es que yo trabajo más que las demás secretarias, señor Bishop. Trabajo más horas, me llevo trabajo a casa y, a veces, tengo que venir los fines de semana. De hecho, en muchas empresas se me consideraría algo más que una secretaria.

¿No había dicho Ron muchas veces que la empresa no funcionaría sin ella?

–Nadie ha cuestionado tu dedicación al trabajo, Elizabeth. O el valor que tienes para la empresa.

Estupendo. Tal vez estaba preocupándose por nada, pensó. Y, aunque una vocecita le advertía que no se fiase, empezaba a ver un rayo de esperanza.

–Pero me temo que estoy intentando recortar gastos –siguió Charles Bishop, juntando las manos–, de modo que los salarios han sido congelados por el momento.

–Lo sé –dijo ella, que había pasado ese informe al resto de los empleados–. Pero esperaba que hiciese una excepción en mi caso.

–Si hago una excepción contigo, tendré que hacerla con todos los demás.

Sus esperanzas murieron en aquel momento.

–No estoy pidiendo un gran aumento. Pero es que mi hijo…

–En este momento no, Elizabeth –la interrumpió él–. Podemos hablar del asunto el trimestre que viene, pero por ahora no. Lo siento.

Lo siento, una porra. Lo que sentía era que le hubiese hecho perder su precioso tiempo.

Por primera vez desde que llegó a la empresa Bishop, Liz odiaba aquel sitio.

Y no por primera vez odiaba al hombre para el que trabajaba.

El mismo hombre que estaba levantando el teléfono en ese momento, despachándola como si fuera una pelusa en su carísimo pantalón.

–Por favor, dile a los de contabilidad que necesito esos números antes de las diez –le recordó, sin levantar la mirada.

Ella no respondió. ¿Para qué molestarse? De todas formas, no le haría caso. Aquel arrogante, obseso, cruel, tacaño, estúpido…

Cuando llegó al lavabo se había quedado sin adjetivos. Furiosa, abrió la puerta de una patada y el dolor que le produjo el golpe hizo que sus ojos se empañaran.

Mejor, así tendría una excusa para llorar si alguien le preguntaba. Porque no pensaba darle a su jefe la satisfacción de verla disgustada. No, se mostraría fuerte y estoica. Una pena que el estoicismo no pudiese borrar la sensación de derrota.

«Nadie ha cuestionado tu dedicación al trabajo».

No lo cuestionaba, pero le daba igual, pensó, mientras intentaba que no se le corriera el rímel.

No debería haberse hecho ilusiones. ¿Cuándo iba a aprender? Los halagos y las promesas de su jefe no significaban nada.

¿Pero qué iba a hacer? ¿Decirle a Andrew que no podría estudiar en la Academia Trenton? Su hijo estaba tan emocionado por esa posibilidad…

«Los jugadores de Trenton son reclutados por los clubs profesionales, mamá. ¿No sería genial que pudiese jugar en Harvard o Yale?».

Estudiar en la Academia Trenton podría abrirle tantas puertas… puertas que ella no había tenido oportunidad de abrir para sí misma.

Y no pensaba dejar que su hijo perdiese esa oportunidad.

Por supuesto, gracias a su jefe, tendría que encontrar alguna otra forma de abrir esas puertas. Tal vez Bill…

Sí, seguro. Liz rechazó esa idea de inmediato. El padre de Andrew no había echado una mano en diecisiete años, ¿por que iba a hacerlo ahora?

Como siempre, estaba sola.

Maldito fuese Charles Bishop y sus recortes de gastos. Esperaba que se atragantase con ellos.

–Mañana a primera hora, James. No le pago a tu empresa para que me haga esperar –después de colgar el teléfono, Charles se volvió en el sillón para mirar por la ven- tana. Fuera había empezado a nevar, los copos derritiéndose sobre el manto blanco del suelo. En la distancia, las montañas White desaparecían entre la niebla.

No podía creer que estuviera de vuelta en New Hampshire. Durante todos aquellos años había pensado que Gilmore era cosa del pasado, un recuerdo lejano y poco agradable. Pero allí estaba, dirigiendo la empresa de su padre. El abogado había sugerido que la herencia había sido un gesto conciliador por parte de Ron Bishop, una forma de solucionar tras su muerte lo que no había solucionado en vida.

–Considéralo una forma de pedirte perdón.

A Charles le daba exactamente igual cuál fuese la razón. Su padre no lo había querido y él no quería su maldita empresa. Evidentemente, Ron Bishop había elegido dejarle esa herencia a la persona equivocada porque la Papelera Bishop era solo una adquisición más en una larga lista de ellas. Empresas que recapitalizaba tan rápidamente como era posible.

Entonces sonó un golpecito en la puerta y, cuando se giró en el sillón, vio a Elizabeth con los ojos enrojecidos… sin duda lo odiaba en aquel momento. O lo odiaba más, ya que estaba seguro de que lo había odiado desde el día que llegó allí.

«El bloque de hielo». ¿No era así como lo llamaban a sus espaldas? Y no iban descaminados. Su corazón llevaba mucho tiempo helado.

Pero los ojos enrojecidos eran la única prueba de que su secretaria había estado llorando en el baño y Charles mantuvo una expresión seria mientras se acercaba a su escritorio.

–El paquete de Xinhua –anunció, sin poder disimular su ira mientras lo dejaba sobre la mesa. Sí, lo odiaba, estaba claro–. ¿Quiere alguna cosa más?

–No, ahora mismo no –respondió él.

Elizabeth salió del despacho y Charles notó que la posición erguida de su espalda le daba un nuevo atractivo a su trasero. Pero probablemente lo odiaría aún más si supiera lo que estaba pensando.

Cuando la puerta se cerró tras ella, Charles tomó el paquete. Huang Bin había respondido tan rápido como esperaba.